El libro que compré en la cuesta de Moyano me había despertado una inusitada curiosidad que, si me lo hubieran dicho una semana antes, me hubiera parecido una chorrada de campeonato. En muchos años ni me acordé de él y ahora se me antojaba como una prioridad inaplazable que casi me quitaba el sueño.
En el habitáculo espacioso de la Hemeroteca apenas estábamos unas pocas personas. Estudiosos, periodistas, historiadores, qué sé yo, un puñado de personas con aspecto apolillado que caminaban tan silenciosos como los gatos.
Me facilitó un número de ordenador y una clave un señor de pelo cano, sentado en una mesa demasiado baja, y que debía de ser mudo, a juzgar por su mutismo y sus ensayados ademanes. No es que sea muy ducho en la informática, pero en estos tiempos que corren es imprescindible que a uno no le asuste un ordenador.
Escogí el año 1968, cuando teníamos unos diez años, y me decanté por ojear el diario Pueblo, periódico desaparecido hoy pero muy popular en aquellos tiempos. “Tras su caída hace veinte días, el ilustre historiador Don Ramón Menéndez Pidal se recupera satisfactoriamente de su fisura de fémur.” “Puede hacer una vida totalmente normal, asegura su médico personal” Leí, al paso, en la portada del periódico de aquel año. Le di a la rueda del ratón hasta que llegué a los anuncios por palabras puesto que supuse que, de encontrar algo, lo hallaría ahí. Y claro que lo encontré. Reformas Y construcciones Estanislao Sender Pérez e hijos. Constaté que la empresa estaba en la calle Algodonales en el barrio de Tetuán. Me había costado mucho menos de lo que esperé.
Con esta información no demoré en volverme a montar en el metro para desplazarme a la estación de Tetuán. Una inquietud morbosa me recorría el cuerpo haciéndoseme el paso entre estación y estación una tortura. Deseaba llegar imperiosamente como si Sender me fuese a estar esperando en la misma boca del metro.
Recorrí la calle Algodonales hasta que llegué al número citado en el periódico. Por supuesto no esperaba encontrar en funcionamiento la empresa, sin embargo jugaba con la posibilidad de hallar alguna persona que me diera alguna pista de esa familia y, en concreto, de Sender. La calle, a juzgar por sus establecimientos, estaba jalonada por tiendas de origen sudamericano. Peluquerías, locutorios, locales para envíos de dinero, tiendas de alimentación con productos colombianos, dominicanos y peruanos y diminutos bazares donde se abigarraban pulseras, mp3, pantalones, extensiones para el pelo, medias, frutos secos y demás.
Al llegar al portal apreté al azar el botón de un piso asegurando que yo era el cartero de correos. Nadie me contestaba por el interfono, pero al quinto intento la chicharra del portero automático cantó. Me introduje por un pasillo hasta que salí a un patio con una vegetación salvaje. Malas hierbas se enredaban con rosales resecos, geranios desmadrados, proyectos de árboles y una parra que tan pronto erigía sus hojas hasta los tejados como serpenteaba antojadiza y a ras del suelo entre la maleza. Entre aquella visión agreste, se adivinaban unas casas bajas que parecían habitadas por duendes o hechiceros varados en un tiempo impreciso.
Llamé a varias puertas con escasa convicción, pero el caso es que alguien me abrió el portal y por lo tanto…..
— ¿Quién va?
Escuché una voz de ultratumba de alguien que parecía de muy avanzada edad.
Los colgantes de la parra se agitaron al abrir una rendija de la puerta. Un olor rancio me sacudió en pleno rostro. Por el resquicio vi a una anciana decrépita tras unos abultados cristales que hacían las veces de gafas. Aún así, guiñaba los ojos para distinguir mi figura.
— Ando preguntando por la familia Sender. -le dije titubeando. Tuve que repetirlo dos o tres veces para que lo oyera.
La vieja pareció encontrarme de su confianza pues desatrancó la puerta con esfuerzo y se colocó, con ayuda de un bastón, en mitad del umbral.
— Esa familia ya no anda por aquí, señor. -me dijo oscilante, como si no pudiese sujetar con tino su verticalidad- Tenían una empresa de reformas pero de eso ya hace muchísimo tiempo. El tiempo no pasa de balde para nadie.-añadió tras una pausa.
Aprovechando la coyuntura pero sin mucha fe en la memoria de la anciana, le dije que al que de verdad deseaba encontrar era a Elías Sender, el nieto o el hijo de la familia.
— Bueno….si que era el único varón, pero los Sender tenían más nietos.
Y comenzó a enlazar una retahíla de nombres que poco tenían que ver con mi propósito pero que fui incapaz de interrumpir. Me fijé que tenía los pies deformados (le sobresalían los juanetes por encima de los boquetes de las zapatillas) al igual que las manos. Pensé en una artrosis galopante inscrita en un cuerpo tan gastado.
— ….Y bueno, qué le diría a usted, el Elías era diferente.
Suspiré al escuchar el nombre.
— Era un niño apocado que jugaba con los demás, sí….pero triste en el fondo. No sé cómo podría decírselo.
La anciana hizo una pausa rebuscando en los meandros de su entumecida memoria. Trataba de mirarme fijamente como si deseara hallar algún vestigio de referencia. Sin embargo, ni siquiera sus lentes de culo de vaso me ponían nombre.
— Un niño que estaba en Babia, no sé; se quedaba mirando los tejados y a los gatos y podía pasarse horas….. Era diferente a todos. Yo le diría que algo…. Femenino. No sé, delicado, asustadizo, pero bueno, eso sí, bueno como el pan. Pero todo acabó estropeándose, sabe.
No quise decir nada para no entorpecer sus recuerdos. Escudriñaba su solitaria y achacosa vejez, techada por las hojas de la parra, y me preguntaba el destino que a mí mismo me esperaba con la vejez pisándome los talones. Me embargaba una tierna compasión por la anciana…..y por mi futuro inmediato.
— Se fue, desapareció para siempre -continuó meneando la cabeza con cierta pesadumbre- Y todo porque no quiso seguir en la empresa de la familia. Todos ellos, los varones, digo, eran albañiles de siempre que acabaron montando el tinglado de la empresa, pero Elías no quiso continuar la faena, no señor. Discutieron hasta las tantas, porque escuché el griterío varias horas, pero no pudieron con él. Y desapareció. Nunca jamás volvieron a verle.
La mujer bajó la cabeza y pareció meditar algo porque musitaba con un gañido al tiempo que su osamenta se tambaleaba. Tuve miedo porque esa fragilidad jugaba con desplomarse.
— Si que vino una vez más. Es que una tiene la mollera más pallá que pacá. Cuando murió su madre. La pobre Mari murió tan joven, sabe usted -dijo tras la pausa- Fue visto y no visto, me contaron, pero volvió aunque fuese poquito. Fíjese usted si esta vieja caduca tiene entodavia juicio que la ruptura pasó nada más que vino el Elías de hacer el servicio militar. Luego nada, menos esa vez en el entierro de la madre.
Me despedí de la anciana agradeciéndole su testimonio.
— ¿No tendrá usted algo suelto para comprar el pan?
Me preguntó, intentando descifrar la mímica de mi rostro.
Le di los diez euros que llevaba en la cartera y ella me correspondió agarrándome con una firmeza inusitada la mano que le tendió el billete.
— Si da con el Elías, señor, dele recuerdos de la Luisa, la hija de la señora Carmen.
Regresé a la calle por ese pasillo, pero me detuve antes en una pintada de tiza, medio borrada, que rezaba así: Benito, Elías, Antonio, Viva. Estaba junto a una puerta enrejada que, ahora, era la trastienda de un locutorio.