¿Qué fue de Elías Sender? (6ª y última parte)

19 de noviembre 2024

Seguí a la anciana hasta una puerta que había tras una estantería movible. La mujer deslizó la estantería y apareció una puerta oscura con una cerradura antigua.

Dio cuatro vueltas de llave hasta que la puerta cedió dejando un olor enranciado que me obligó a taparme la nariz.

— Hace tanto tiempo que no se abre esta puerta -dijo Mari justificándose, volviendo la cabeza hacia mí.

Anduvimos casi a tientas hasta situarnos junto a una trampilla. La anciana me hizo una seña para que tirara de la manilla del suelo. Pesaba endiabladamente y tuve que aferrarla con las dos manos hasta conseguir levantarla. La oscuridad era mucho más densa en aquella cavidad y el olor que despedía era mucho más penetrante que el de la trastienda.

— Tenga cuidado al bajar los escalones -me dijo Mari, señalándome el camino- Cuando llegue abajo verá con mi claridad. Que Dios le guarde, señor Sabina.

Saqué mi móvil y encendí la linterna. Aparte del tufo, la humedad era tan patente que se escuchaba un gotear continuo y desperdigado. Iba bajando los peldaños del sótano elucubrando sobre una posible demencia de los dueños de la librería. ¿En qué sórdida coyuntura me había metido en menos de media hora? ¿Qué diantres tendría que encontrar en aquel sótano vetusto? ¿Me habría dejado llevar por dos viejos enloquecidos por tanto libro? A la mujer la perdí de vista apenas bajé tres o cuatro escalones; miré hacia arriba y sólo vi negrura como si ya hubiese descendido infinidad de peldaños.

Cuando llegué al final de la escalera, apagué la linterna puesto que, como me dijo Mari, se percibía un leve resplandor que iluminaba algo el lugar. Advertí que el suelo estaba en bruto, sin enlosar, por lo que era irregular con montoncitos de terreno firme al lado de charcos en los que borboteaba aquel fulgor que verifiqué como azulino. Anduve unos pasos, debo de confesar que con cierto miedo, hasta que vislumbré unas formas evanescentes entrecruzándose sin advertirse. Me fijé que musitaban algo porque sus bocas estaban en continuo movimiento, sin embargo el silencio era absoluto excepto el del goteo incesante. Ni siquiera mis pasos cautelosos parecían resonar. Volviendo a observar a aquellas siluetas errantes, les nombré en un impulso que poco tenía que ver con mi voluntad. Meursault, Roquentin, Haller, Quijano, Castorp, Sempere, Samsa, Carax … Salían de mi boca sin que mediase de por medio mi razón. Las figuras vaporosas no hacían caso alguno a mis susurros de llamada, vagaban indolentes mencionando su letanía muda. Si no hubiese sido por lo que vi a continuación, habría corrido escaleras arriba para huir de aquel sótano inquietante.

En algo que me pareció un rincón, donde rezumaba el agua rutilando el paredón, escudriñé una figura inclinada sobre una mesa desvencijada. Me fui acercando, atravesando las sutiles figuras como si fuesen viento calmo, hasta que creí reconocer aquella espalda y su cabello ensortijado. Escribía sin parar, compulsivamente, sin levantar la cabeza de las hojas blancas que parecía llenar. "¡Sender, soy Juan Sabina, tu amigo del colegio!", exclamé eufórico yendo hacia la figura al tiempo que reconocí su perfil. No se inmutó. Seguía su labor como si nadie hubiese a su alrededor. Me acerqué más hasta tocarle el hombro para advertirle de mi presencia, pero mi contacto hizo que su hombro se diluyera en unas diminutas partículas flotantes que, segundos después, cuando mi mano se retiró, volvieron a formar su figura. Constaté que su infatigable escritura no se plasmaba en las hojas que permanecían en blanco y nulas al contacto de su bolígrafo. "¡Joder, Elías, he venido para sacarte de esta cárcel donde te tienen esos dos viejos tarados!", grité apoyándome en ese vieja mesa. Casi pierdo el equilibrio, pues el mueble se hizo aire y toda la imagen, Sender, sus escritos, todo el conjunto, titubearon como un borrón de pixeles. También, y esto me alarmó al extremo, noté que mi voz no se escuchaba. Llamaba a Sender inútilmente porque se ahogaban los sonidos en mi garganta, así como les pasaba a las figuras vaporosas y a mi amigo.

Inmovilizado, atormentado por todo lo que me ocurría a mí y pasaba a mi alrededor, traté de pensar con cordura y no dejarme llevar por la desesperación. Tenía que centrarme en el motivo que revolucionó mi vida desde la mañana en la que di con el libro de Sender. Tenía que serenarme. Fue entonces cuando mi amigo se levantó de la mesa y se detuvo en mi rostro con fijeza. Me estremecí y quise decirle algo. Él avanzó su mano derecha como si deseara tocarme, como si tuviese la necesidad de verificar mi presencia. En su rostro había una mueca profunda de tristeza y se incrementó cuando sentí el aleteo del aire húmedo que provocó su frustrada caricia. Retiró lentamente su mano y se dejó caer en la silla sollozando. Aunque llegué a decir algo, mi voz no sonaba. Tampoco el abrazo que sacudió su figura y volvió a restaurarla cuando me retiré. Con los brazos apoyados sobre la mesa, su cabeza percutía por su llanto amargo. Desde mi posición vi que en la mesa reposaban, impolutos, sin versos ni prosas, los títulos de los libros "Antología poética 1978-1988" y "Sobrevivencia", cuyo autor figuraba como Elías Sender. Estaban abiertos, mostrando sin pudor su falta, reverberando a la luz azulina que emanaba de todas aquellas apariciones volátiles.

Vencido, me volví y retomé las escaleras. No comprendía nada en absoluto pero tampoco nada podía hacer, excepto sufrir de pura impotencia. Se me hizo interminable la subida puesto que tuve que descansar un par de veces fatigado. Al final, sin atravesar la librería de Martos, salí a la calle. Todo estaba muy oscuro y supuse que me entretuve más de lo que creía en el sótano. Volví la cabeza para comprobar el sitio de la librería. No estaba. Tampoco la peluquería senegalesa. Todo eran edificios similares cerrados a cal y canto. No se escuchaba nada. No había luces en las ventanas. Pensé en ese conticinio que acude puntual todas las noches y seguí caminando hacia el metro. De súbito me detuve, no escuchaba el retumbar de mis pasos alrededor de tamaño silencio. Alertado, grité. Nada se escuchaba. Todo seguía igual que en el sótano. Deduje que podía tratarse de una pasajera sordera debido al ambiente cerrado e insano de donde venía. No lo sabía. Tenía que llegar a casa y dejar atrás toda esa pesadilla que me tenía cada vez más preocupado. No podía perder la calma a pesar de los indicios. Apenas pensaba en Sender, ahora era yo mismo el objetivo.

Bajé los escalones de la estación del metro rodeado de la misma soledad absoluta. Ni un sonido ni ninguna persona noctámbula. El tren llegó rápido. Vacío y sin ruido. Me senté tratando por todos los medios de no dejarme llevar por la desesperación. Me dije que una obsesión me perturbaba tras mi patética visita al sótano y que tan sólo un buen tazón de leche, un analgésico y un reparador sueño en la cama podrían liberarme. Mañana volvería a encontrar la normalidad y todo lo vivido en las últimas horas sería pura anécdota. Eso pareció tranquilizarme hasta que comprendí todo instantes después. Desde el asiento del vagón del metro mi silueta no se reflejaba en la ventanilla al paso del túnel. Yo no era nadie. No estaba. No me sentía al palparme. Mis contornos aparecían desiertos como todos los pasajeros del convoy, como todos los habitantes del sótano de la librería. Ahora entendía todo lo ocurrido e imaginé que me ponía a temblar de pánico. Pero no temblaba.