Si mi amigo se alejó de la familia al regresar del servicio militar, y más tras fallecer su madre, supuse que pocas posibilidades tenía de dar con su paradero con las señas ambiguas que me dio Candel. Era de esperar que su padre tampoco viviera ya y no me parecía oportuno andar preguntando a vecinos. Sin embargo, sí que me daba buenas sensaciones seguirle la pista mediante el nombre de la editorial que publicó su poemario antológico. Sabía que la editorial ya no existía, pero, como dije anteriormente, encontré una librería, muy cercana donde estuvo la editorial, que tenía a "Martos" como nombre común de referencia.
Con ese pálpito, tomé el metro hasta la estación de Alvarado, salí a la calle Bravo Murillo y me encaminé hacia la librería en cuestión. El ambiente transeúnte era muy similar al que hallé en Tetuán: gente multirracial que iba y venía por las aceras y comercios enfocados a ese interés. A medida que avanzaba por la calle, dejando atrás Bravo Murillo, las edificaciones iban perdiendo señorío. Casitas bajas o, a lo sumo, viviendas de dos plantas, con evidentes signos de deterioro, se apoyaban alineadas como en una hoja de sierra a un lado y a otro de la calle. Enseguida di con la librería junto a una peluquería que rezaba como senegalesa. Vaya contraste de negocios, me dije escudriñándolos desde la acera de enfrente. Lo cierto es que la librería era toda una ruinambre y de esa guisa se destacaba de lejos con un flamante siete rasgando la lona de su toldo, ondeaba igual que el estandarte de la decadencia. Había una planta encima de la librería con igual decrepitud externa. Me acerqué a su escaparate para observar el interior pero no me fue posible debido al velo de suciedad que barnizaba el cristal. De cerca, constaté que varios ejemplares de libros muy viejos se exponían sobre un soporte con un tapizado que en su tiempo fue de color burdeos. "Librería Martos", se leía sobre el escaparate con unas letras muy historiadas pintadas a mano. Había que entrar.
Mi sorpresa fue encontrar a un cliente una vez que mis ojos se adaptaron a la penumbra del local. Dos fluorescentes amarillentos iluminaban el sitio tapizado por completo con estanterías atiborradas de lomos de libros vetustos, a juzgar por su color mate. Había una mujer anciana subida a una escalera de madera que movía su mano entre los libros a las indicaciones de un hombre ubicado en una silla de ruedas.
— No, Mari. Estas en las publicaciones de los sesenta, es más a la izquierda. Tendrás que mover la escalera.
Le dijo el hombre con la voz atrapada en una mascarilla unida a una máquina de oxigeno. Me miro de paso y me dedicó una reverencia fugaz.
— Lo tengo, joven. Pero estoy seguro que ese volumen no lo encontraría usted aunque removiera Madrid de arribabajo.
Le dijo a un muchacho de aspecto tímido con el pelo cortado a cepillo. Me fijé en la ingente cantidad de bolas que tenía el jersey que llevaba puesto. Me miró a hurtadillas y noté cómo se sonrojaban sus carrillos.
La mujer fue descendiendo trabajosa los peldaños y movió la escalera deslizándola sobre una barra alta paralela a las estanterías.
— ¡Justo ahí, Mari! -dijo el hombre de la silla de ruedas- Cuando subas, céntrate en las publicaciones del setenta y dos. Tiene que estar ahí.
Mari portaba unas gafitas redondas de moldura fina de alambre que estaban en consonancia con su cabello blanco ondulado. Llevaba una rebeca lamida y una bufanda al cuello liada varias vueltas. La verdad es que hacía un frío del diablo allí adentro.
Una vez hallado el libro del joven, le despacharon tras introducir el dinero en una caja registradora antediluviana.
— Usted me dirá en qué podemos ayudarle, señor.
Me dijo amablemente la mujer retocándose el nudo de la bufanda.
Los dos me escudriñaban curiosos, me imagino que desbordados por atender a dos clientes casi a la vez.
Les expliqué a grandes rasgos el motivo de mi visita.
— Siempre fui un gran lector y la obra de un amigo de la infancia me llama mucho la atención además de su paradero.
Acabé diciendo ante la vehemente atención de ambos.
El hombre de la silla carraspeó un par de veces antes de hablar y pareció tomar una bocanada profunda del aire que le insuflaba la máquina.
— Con que Elías Sender, eh.
Comentó lacónicamente dentro de una mueca risueña.
— Sí -comenzó soslayando a la mujer- sé de sobra de que libro me habla puesto que esa editorial la regentaba yo mismo. Soy Eduardo Martos, un editor venido a menos que tiene, bueno, tenemos mi esposa y yo, esta librería para no perder el contacto con los libros. Me alegra encontrar a una persona que todavía siente el placer de la lectura y que se preocupa por encontrar el rastro de un amigo poeta. Le honra, señor.
Sonreí de puro regocijo ya que estaba en la pista idónea para dar con Sender.
— Pero, señor….
Le dije mi nombre y apellidos.
— Señor Sabina no creo que encuentre el paradero de Elías Sender por lado alguno. Es más, le aseguro que ese autor no existe.
Me quedé de una pieza. Eduardo Martos me contemplaba serio, sin atisbo de tomarme el pelo. Su voz sonaba firme, categórica, a pesar de esos tubitos plásticos que le taponaban la nariz y que le daban a su tono un toque gangoso.
— Sender fue al colegio conmigo. La casualidad hizo que me encontrara con él varios años después y me dijo que se dedicaba a la poesía. Existe, señor Martos, a no ser que alguna desgracia le haya apartado de este mundo. Sé que el que escribió ese libro fue él.
— Me agrada su entusiasmo, joven, y su fervor por perder el tiempo en algo que ya no está en boga. Me gusta, sí señor, pero….
Se fatigaba cuando hablaba demasiado deteniéndose para respirar hondo. Me fijé en su espalda encorvada y cómo le separaba la cabeza de la silla.
— Te estás sofocando, Eduardo, y ya sabes lo que te pasó hace unos meses cuando vino a verte ese escritor de tiempo atrás.
Le dijo Mari poniéndole las manos sobre los hombros.
Él le hizo un gesto de agradecimiento y siguió.
— No te apures, querida. Uf, en fin que podría decirle a usted, señor Sabina. Ese libro del que me habla tiene que ser del año 89, si no me equivoco. Quedan un par de ejemplares en la estantería, sí. Le hago saber que con la firma de Sender existe otro libro: una autobiografía titulada "Sobrevivencia", publicada tres años después, pero de ese volumen no queda ni rastro. Apenas se vendieron dos o tres ejemplares, una pena, Sabina. Después ya no hubo nada de Sender lógicamente.
Se paró otros instantes para recuperar el aliento.
— Hum….Siento que es usted un hombre sensato y sensible y por ello….Hum….No sé, tan sólo se me ocurre algo que nunca hice con nadie, sin embargo me barrunto que no va a creerme sólo con mis palabras. Necesita verlo con sus propios ojos, claro.
Mari se agachó y le secreteó algo al oído. Martos asentía atento a lo que le decía su esposa pero terminó por detener su charla dándole unos suaves golpecitos en la mano.
— Bien, bien. Tranquila, Mari. Lo que va a ver dentro de unos instantes seguro que trastocará su noción de realidad, incluso le diría que de la autenticidad de usted mismo. ¿Me sigue?
No le seguía para nada pero asentí, si con ello tenía una pista fiable de mi amigo.
— Me merece confianza, Sabina, para compartir el secreto. Abre la puerta de la trastienda, Mari, haz el favor.
Mari, refunfuñando algo, abrió un cajón y sacó una llave enorme colgando de una cinta color vino.