¿Qué fue de Elías Sender? (4ª parte)

05 de noviembre 2024

Aquella tarde, tras mi visita al barrio de Tetuán, no salí de casa. Encendí la televisión para sentir compañía y me dejé llevar por lo que me conmovió aquella mañana: todo el estado de la señora Luisa.

Como me ocurrió, cuando me relataba la desaparición de Sender del núcleo familiar, su figura achacosa y su triste mendicidad me pareció un reflejo de lo que podía pasarme a mí dentro de pocos años. Si la vieja me conmovió, no menos lo hacia mi miserable futuro y las dolencias que acarreaba tras un trabajo físico de muchos años.

En esos turbios pensamientos estaba cuando los enlacé, casi sin querer, con la remembranza del día que Sender y Candel visitaron mi casa de improviso. No sentí tanta vergüenza ni antes ni después en toda mi vida, tanta conmiseración.

Mi padre era fontanero de esos que existían en los barrios que hacían pequeñas chapuzas a la gente cercana. Por supuesto era autónomo, él se lo comía y se lo guisaba a su manera cargando las herramientas en un bolsón viejo de cuero de acá para allá. Las muchas veces que yo tenía que acompañarle en las llamadas urgentes, o sea las de los sábados, domingos o festivos, cargando con esa bolsa, puedo afirmar que tremendamente pesada, me decía siempre, mientras liaba el cáñamo en las juntas de los tubos de caña o envuelto en el humo cancerígeno de las soldaduras de plomo y colgándole en un extremo de la boca una colilla apagada, "El aprender un oficio como este nunca ocupa lugar, Juanito". Y tantas veces fue el cántaro a la fuente que, cuando dejé en 1º de bachiller el colegio de Isabel la Católica, me apunté, instado por mis padres, a un curso de fontanería del Programa de Promoción Profesional Obrera, más conocido por PPO. Tras tres años, o sea con catorce cumplidos, yo tenía el titulo de fontanero, lo cual fue un orgullo para mis padres.

— Con este papelito y una poca maña -me dijo mi padre, palmeándome varias veces en lo alto de mi cabeza- tienes el futuro agarrao por el pescuezo. Ser currante de fontanería no es ninguna deshonra a tu edad, Juanito.

Como mi padre a la vez que era fontanero era pobre de solemnidad, el almacén de todos sus cachivaches profesionales estaba en la misma casa familiar. Lo mismo en la cocina podías encontrarte un soplete que en el aseo (bueno, la taza del wáter que era de lo que se componía) un rollo de cáñamo rascándote las nalgas cuando te sentabas en la taza. Aquella casa en la misma Plaza de Santo Domingo esquina a la Cuesta de Santo Domingo, bajo el bar del señor Ulpiano, cuyo portal estaba engalanado por un friso "a la tirolesa", el cual podía hacerte heridas de consideración si tenías la mala suerte de rozarte al pasar, y que tenía acceso tras bajar una angosta y empinada escalera con vistas a los zapatos de los viandantes, pues en esa casa, revueltos entre enseres propios del trabajo de fontanero, vivíamos mis padres, mi hermano pequeño de cinco años y yo.

Me avergonzaba vivir entre aquel abigarramiento y llevaba a rajatabla que ninguno de mis compañeros de colegio conociera aquella ratonera.

Pero surgió el día de marras coincidiendo con una gripe que pillé tras sudar a chorros, después de un partido de fútbol que echamos el domingo por la mañana en la Casa de Campo con unos chavales que solían frecuentar ese lugar y que no tenía relación alguna con los compañeros del colegio.

Parece ser que don Esteban, el maestro por antonomasia del colegio Isabel la Católica, le extrañó mi falta aquel lunes y les preguntó a Candel y a Sender si conocían la razón, ya que era de sobra conocida la relación entre los tres. Por supuesto nada sabían, pero Candel, que era bastante más decidido que Sender, le contestó al maestro que podía saber de mí puesto que sabía donde vivía.

Así aparecieron los dos en mi casa un día de mediados de febrero, lo recuerdo muy bien. Mi madre les recibió secándose las manos en el delantal y haciéndoles pasar al cuarto lleno de trastos donde yo estaba convaleciente. Vi sus caras de sorpresa, sus miradas posarse en todos los utensilios de fontanería que, desperdigados, yacían por la casa, vi su compasión infinita fijándose en mí después y me sentí como el niño más pobre del mundo, el más humillado, el más avergonzado. Por vez primera entendía lo que es sentirse desgraciado y ver su reflejo en los ojos de los amigos más apreciados. Si antes la fiebre me dejaba inerme en la cama, en esos momentos creí morir.

Estuvieron muy poco, aunque a mí me parecieron horas, y luego se marcharon sin apenas mirarme, sin querer constatar la pobreza que me rodeaba. Como no iban a imaginarlo si al colegio, en los días duros de invierno, iba con una cazadora de pana que se le quedó pequeña a mi padre y que mi madre arregló infructuosamente. Parecía un espantajo. Todos se reían de mi pinta y ellos, por consideración, se la guardaban para no herirme. Yo, como de costumbre, hacia caso omiso a las mofas, sin embargo me calaba hondo cuando me quedaba solo.

Esa tarde, después de que la señora Luisa me contara que a Sender se le había tragado la tierra poco después de venir del servicio militar, me vino de sopetón aquel episodio infausto en el que perdí la condición de igual. Ellos nunca me lo dijeron, pero yo lo asumí. Yo no conocía sus casas por dentro, ni sabía a qué se dedicaban sus padres, y, sin embargo, absorbí que la pobreza desune irrefutablemente aún siendo niños.

Toda mi vida trabajé como fontanero en una empresa de seguros. Seguí las recomendaciones de mi padre y, tras el titulo del PPO, di unos cuantos tumbos hasta que entré en los seguros. Me enamoré, me casé y me divorcié veinticinco años después. Afortunadamente no hubo hijos de por medio. Luego, me jubilé tres años antes de lo que me correspondía y me quedó esa mierda de pensión, ya que la empresa cotizó a la Seguridad Social por la base mínima. No volví a tener esa desagradable sensación de marginalidad porque me junté con personas de similar penuria económica que la mía. Imaginábamos ser dichosos, contentos por los menos, porque todos circulábamos por la vía de la estrechez. La conciencia de clase, esa que, por mucho que te empeñes en darle esquinazo (comprarte un todoterreno a plazos, alquilar un traje de Dolce & Gabbana, compartir una fotografía ante un imponente casoplón de entorno paradisiaco…..) anda contigo allá donde vayas.

Antes de cenar y meterme en la cama, regresé al paradero de Sender y por qué me había tentado tanto dar con él. ¿Sería una especie de autoflagelación por confirmar, como ya lo hice con Candel, que él había triunfado en la vida? Había publicado un libro de poemas y me lo imaginaba rodeado de la pompa literaria alcanzando el éxito y la fama. Todo un ganador al que le seguía la pista todo un perdedor.

Después de darle vueltas y más vueltas me llegó la claridad que debían darme mis sesenta y cinco años cumplidos. ¿Qué narices sabía yo de la felicidad de los demás? ¿Acaso la mayoría de las personas confiesan su desdicha? ¿Me pesaba tanto como creía esa condición de pobre que parecía estigmatizarme? Poco a poco volví a mis cabales y me dejé de recuerdos amañados. Los recuerdos solemos construirlos con pedacitos del pasado, algo del presente y mucha literatura de por medio.

Cuando quise darme cuenta ya era otro día y, cosa rara, había dormido de un tirón.