La llamada (3ª parte)

10 de diciembre 2024

Era un doctor joven, bastante más de lo que me imaginé horas antes, y me pareció algo jocoso al terminar de referirle mi problema.

— He visto en el historial médico que me has traído que has padecido una depresión persistente.

Me dijo, elevando mucho las cejas y sonriendo abiertamente. El hecho de que me tuteara me daba una sensación de típico enfermo mental hipocondriaco sin muchoque hacer.

— Me está diciendo que todo ese ruido sólo se produce en mi loca cabezota.

Contesté desabrido.

— No, por favor. No me malinterprete -dijo agitando las manos junto a su rostro.- Quiero decir que en un estado depresivo todo puede parecer muy intenso….. Desmesurado. Un simple ruido nocturno de un vecino le puede parecer al paciente un sonido exacerbante. Todo tiende a exagerarse aunque el paciente no sea consciente de ello.

O sea, que todo se debía a la depresión que padecí años atrás. Estaba perdiendo el tiempo.

Me recetó unas pastillas para conciliar mejor el sueño y una analítica completa.

— Con el resultado valoraremos un estudio de su sueño. -añadió demasiado sonriente- Pero haga su vida normal y no se angustie demasiado.

En los siguientes días me hice los análisis, sin tomar esas píldoras que me recetó, y no encontró nada raro. Me hizo un volante para ingresar una noche en una clínica y observar mi sueño.

— Así saldremos de dudas y ya verá como todo no es más que una sugestión pasajera. No olvide tomar las pastillas antes de dormir, le harán descansar sin ruidos extraños.

Echando pestes del galeno fui al trabajo a completar la jornada.

Honorio, el jefe, me esperaba golpeteando con sus dedos sobre el mostrador, como solía hacer cuando estaba nervioso. Carmen trajinaba unas maletas encaramada en lo alto de una balda.

— Es la leche, en estas fechas y tú de médicos. -me dijo urgiéndome para ayudar a Carmen.

No soportaba el absentismo laboral por muy justificado que fuese. En general no era mala persona, pero se encrespaba ante unas posibles y cuantiosas ventas y que alguno de nosotros se ausentase.

— De sobra sabéis que las navidades son fechas clave. La gente viaja o regala maletas porque saben que son un bien imprescindible y duradero.

No estaba yo para templar gaitas y, silencioso, ayudé a Carmen a colocar el pedido.

— ¿Todo bien con el médico?- me susurró Carmen, arrinconando un maletón con rodines.

Le dije lo de la clínica para el sueño.

Ella asintió y soslayó la figura de debajo de Honorio dirigiéndome una mueca de paciencia.

Tres días después llegó la noche en que tenía que pernoctar en la clínica. Mi mujer se empeñó que llevara el pijama nuevo, el que me compró en verano cuando fuimos de vacaciones con su hermana y marido a Benalmádena.

— Voy a hacerme una prueba médica, no al Four Seasons.

Me llevé el pijama. Luego me despidió en la puerta como si me fuese a dormir a una jaima en el desierto de Gobi.

— Cuídate de las corrientes de aire que en todos los hospitales las hay. ¿Te acuerdas de la habitación de mi madre cuando ingresó la última vez? No sé yo si la pobre no falleció de eso. Así que al loro.

En la clínica me esperaba una cena fugaz en una habitación austera en la que colgaba de un testero una televisión de dieciséis pulgadas. La enfermera me recibió dejándome la bandeja sobre una mesita plegable.

— A las 23,30 le colocaremos el aparataje y tendrá que recostarse en la cama. Buen provecho, señor.

Cené. Escudriñé el televisor pero le dejé apagado, no me apetecía ver una película con la penitencia de tragarme más metraje de anuncios publicitarios. Me tumbé en la cama y esperé.

A la hora señalada vinieron dos enfermeras para colocarme un montón de pegatinas en el cuerpo con un cableado conectado a una pequeña máquina que emitía un soniquete armonioso. No me costó mucho dormirme. Sin embargo, a las tres y veintidós el ruido vino implacable.

Me desperté sobresaltado incorporándome en el lecho. Sonaba más agresivo de lo habitual. Lejano como siempre pero más intenso, como urgido, más veloz. Me llevé la mano a las sienes y palpitaban. Me puse nervioso y bebí un trago de agua de la botella que me dejaron las enfermeras. Sabía que ya no podría dormir. El aparato aumentó su cadencia, debería estar marcando la inquietud que me embargaba y que sonaba en mis oídos como campanazos implacables. Me fui quitando todos los adhesivos y me levanté de la cama. Me puse la trenca sobre el pijama. En el pasillo de la clínica reinaba el silencio absoluto. Me acordé de mi mujer porque una corriente de aire levantaba los visillos de un ventanal que daba al exterior. Caminé sin encontrarme con nadie y tomé el ascensor. Estaba en la planta doce, creo que la última del edificio. El ruido seguía sonando impenitente dentro de mi cabeza y fuera, tan distante y tan perentorio. En el hall de entrada un vigilante barrigudo daba cabezadas sentado en un sillón junto a la puerta de salida. Al pasar por su lado dije con aplomo "Buenas noches" y él levantó los ojos soñolientos y susurró la misma frase segundos antes de que su cabeza se volviera a vencer.

En el exterior dos ambulancias y tres taxis, con las luces verdes encendidas en su techo, custodiaban la entrada. Me detuve para intuir la dirección del sonido. Retumbaba en mi cabeza pero sentía perfectamente que el golpeteo procedía de algún punto concreto del exterior. No era producto de una alucinación, ni tenía origen en algún desarreglo de mi organismo: era un runrún monocorde anclado en algún sitio de la ciudad. Caminé hasta la avenida, junto al puente de la autovía de circunvalación. Apenas había tráfico y mucho menos peatones insomnes. Una ligera neblina enturbiaba la ciudad y me infringía un frío que calaba. Me asomé al puente de la autovía y miré hacia ambos lados de la dirección del tráfico. No lograba identificar la ruta del sonido. Seguía sonando de la misma forma y tan distante como siempre. Anduve unos metros hasta un parque iluminado con unas lucecillas amarillentas.

— Oiga, caballero, ¿podemos ayudarle en algo?

La voz de un uniformado surgió a mis espaldas. Estaba parado junto a un choche policial con las luces azules parpadeantes y un compañero al volante.

Estaba empapado de sudor y la frialdad comenzó a hacerme temblar. No le contesté porque mi voz era pura temblequera.

El policía se acercó y me tomó del brazo.

— Seguro que se ha despistado y no sabe volver a su casa.

Me dijo llevándome al coche.

— Gracias -les comenté dentro del auto oficial- ¿No escuchan ustedes ese ruido machacón? Es el que me ha despertado y me ha traído hasta aquí. Suena cercano y, a la vez, tan remoto.

Los agentes se miraron cómplices. Luego el coche se movió y giró en la rotonda bajo la autovía.