La llamada (2ª parte)

03 de diciembre 2024

Llegué al trabajo soñoliento, cansado de escuchar el ruido de esa posible máquina y dormir tres o cuatro horas. No le dije nada a mi esposa esta vez, estuve dando vueltas toda la noche en la cama y salí de nuevo a la terraza para intuir de donde procedía la estridencia.

Aunque sabía que era inútil, me calmaba en cierta manera vislumbrar ese sonido que zumbaba y zumbaba en mi cabeza.

— ¿Qué tal el día festivo?

Me dijo Carmen, la dependienta que comparte trabajo conmigo desde hace más de diez años.

Le contesté que bien, "en familia y en buena armonía".

Aunque le dije eso, mi aspecto delataba algo contrario.

— Te noto cansado, con ojeras; no has dormido bien.

En esas primeras horas de la mañana la tienda de maletas, nuestro claustro laboral, apenas tiene movimiento. El dueño del negocio suele pasarse a media mañana casi todos los días, pero precisamente aquella mañana sabíamos que no vendría porque estaba algo griposo. Con lo cual, debido a la confianza que tengo con Carmen a fuerza de compartir ocho horas diarias, decidí contarle lo que me sucedía. Necesitaba que otra persona me diera su parecer y a ella la consideraba bastante empática.

— Tal vez deberías ir a una clínica del sueño. Por supuesto primero al médico que, seguro, te derivará ahí. ¿No has tenido alguna vez problemas de sonambulismo?

No, claro que no. Siempre había dormido como un lirón, máxime la pócima de pastillas y alcohol que ingería a diario.

Carmen me miró fijamente meditativa. Era unos diez o doce años más joven que yo. Madre divorciada con una niña de once años. Siempre la consideré como una mujer resuelta y muy responsable que tenía una estupenda cultura malgastada en una puñetera tienda de venta de maletas. Ella decía que un trabajo fijo era todo un lujo en estos tiempos, fuera el que fuera, y que Honorio, nuestro jefe, le daba ese equilibrio necesario. Su ex marido le pasaba una pequeña pensión y sus padres se encargaban del trasiego del colegio de la hija que, añadido a lo que ganaba en la tienda, le daba para vivir con cierta desenvoltura.

— Bueno, también podrías acudir a una médium -me dijo tocándome ligeramente el brazo- Aunque sé que esto suena raro, a película de misterio. Si la parte médica no te diera buenos resultados, conozco a una persona que podría ayudarte. Es de plena confianza, eh.

¿Una bruja? Eso sería llevar las cosas al límite, dije tras mirarla con una pizca de sorna. No estaba dispuesto a meterme en ese mundo que siempre desprecié y que me parecía un nido de sinvergüenzas aprovechados.

Carmen movió la cabeza un par de veces negando y sin decir nada. Me pareció algo ofendida porque se puso a repasar el pedido que teníamos que hacer dentro de un par de días.

— No he querido molestarte -añadí acercándome- Estoy angustiado por la situación e imaginarme en manos de alguien en quien no confió me pone los pelos de punta. Es eso.

Ella me sonrió y me dijo que no pasaba nada.

— Ve al doctor y él sabrá diagnosticarte lo adecuado.

Añadió con una convincente sinceridad.

Pasamos el día con la misma rutina de costumbre y sin volver a hablar del tema.

Pasado el mediodía, cuando llegué a casa para comer, mi mujer andaba tendiendo la ropa en la terraza del ático comunitario. Ella trabajaba cuidando ancianos en turno sólo de mañana. La esperé en la cocina tomando una cerveza y picando unas aceitunas.

— ¿Te puedes imaginar lo que me ha dicho Carmen para solucionar mi problema con el ruido que escucho por las noches?

Mi mujer pareció sorprendida porque dejó el barreño vacío de la ropa sobre la cazuela que contenía el guiso que nos íbamos a comer. Ella piensa, y eso nos ha llevado a discutir en innumerables ocasiones, que entre Carmen y yo hay algo. "Tanto tiempo juntos un hombre y una mujer no conduce a nada bueno", solía reprocharme. Por lo que cualquier palabra que salga de la boca de ella la malinterpreta ipsofactamente.

— Es lo último que me quedaba por oír -dijo enérgica- Ahora resulta que consideras un problema a algo imaginario. Pero, venga, ¿qué te ha dicho esa querida compañera?

No se lo dije ya y acabamos discutiendo.

Los dos sabemos, aunque nunca lo admitamos verbalmente, que nuestro matrimonio es un fracaso. Intentamos poner racionalidad en nuestra relación pero la resultante es tedio y ansias de destruir al otro mediante discusiones de poca monta pero hirientes. Cuando vivía nuestro hijo con nosotros parecía que nuestra familia tenía un porqué y nos aferrábamos al futuro de él escondiendo las carencias que se nos acumulaban por toneladas. Con su independencia y, sobre todo, con su marcha al extranjero, el naufragio se constataba día a día y noche a noche sin que ninguno de los dos opusiera resistencia y, al tiempo, odiándonos en lo más intrínseco.

Yo no le quería dar más vueltas, me amarraba a la costumbre y no deseaba escarbar en la herida. Me molestaba discutir. Pero a mi mujer no.

— ¿No me vas a decir lo que te ha aconsejado esa compañera del alma?

Me preguntó cuando estaba a punto de regresar a la tienda.

Di un portazo y tomé escaleras abajo.

En el autobús interurbano llamé a un buen cliente, al que atendíamos desde hacía años, que regentaba una clínica médica. Descarté acudir a la Seguridad Social porque te daban citas para el médico de familia para quince días y eso si tenias suerte. No podía esperar tanto tiempo. Me costaría dinero pero lo daría besado si conseguía atajar el mal.

Hablé con él y concerté cita para el día siguiente por la mañana. Eso deseaba. No me atendería él, como me explicó, pero me dejaría en manos de un apreciado colega.

— Has tomado la mejor decisión. De ahí hacia delante serás tú mismo quien siga ese camino u, quien sabe, otro.

Me dijo Carmen cuando le conté lo de la cita del día siguiente.

Percibí que seguía pensando lo de la bruja esa conocida suya. Pero no le quise dar importancia, había tres clientes a los que atender.