Queda por escrito

08 de marzo 2023
Actualizada: 18 de junio 2024

La eterna juventud es algo tan efímero como el inevitable paso de los meses en las hojas de un calendario. Resulta imposible retenerla por mucho que nos empeñemos en ello

La eterna juventud es algo tan efímero como el inevitable paso de los meses en las hojas de un calendario. Resulta imposible retenerla por mucho que nos empeñemos en ello. Tampoco hay posibilidad de cometer un secuestro del tiempo con el objetivo de parar nuestro inexorable deterioro biológico. Nada de eso es factible. Cuanto antes asumamos que la evolución natural conlleva caminar hacia el ocaso vital antes facilitaremos momentos y espacios en los que demos entrada a la volátil felicidad.

Rossana era una de las tantas mujeres que superaban los 73 años. Su cara denotaba las secuelas de la vida. De arrugas profundas tenía la capacidad de mantener una expresividad de envidiable frescura. Admirable. Al observarte llegaba a intimidar un poco o un mucho, dependía del momento. Sus ojos claros y de forma almendrada proyectaban una invisible fuerza interior alimentada por un continuo afán de superación. De un inmenso poderío que imponía a la hora de mantener la mirada fija durante más de diez segundos seguidos. Lo intenté en varias ocasiones; sin embargo, en todas acabé buscando otro punto donde centrar la atención para poder pensar y evitar una especie de estado hipnótico.

Nos encontramos una sofocante tarde del mes de julio, en una de las humildes comunidades del Bajo Lempa, en El Salvador. Ella colaboraba con enorme pasión en un proyecto denominado ARTE que permitía canalizar las inquietudes e iniciativas de las personas mayores del lugar. A pesar de su edad tenía un gran talento para dinamizar con alegría todas las actividades que promovía aquel colectivo. Comenzamos a conversar bajo la sombra de un frondoso árbol, sentados en dos sillas de plástico de color rojo. Hacia mucho calor y ambos bebíamos agua con más frecuencia de la habitual. La sed parecía no tener fin. Sus reflexiones eran toda una oda a la sabiduría: carecían de filtros y eufemismos. No disimulaba un profundo dolor por verse excluida e invisible después haber sido coparticipe en la historia de su país, como guerrillera en el frente, con la misión de liberar a su pueblo de la opresión de los militares. En esas condiciones se mantuvo durante una década de su existencia, haciendo de todo para todos. Con una generosa visión del bien común.

Ahora, transcurridos más treinta años de los acuerdos de paz, firmados en el Castillo de Chapultepec, en la ciudad de México, Rossana vivía sola en una champa bajo la sombra del ostracismo social, económico y político. Apenas sentía que pertenecía a este tiempo. Y aseguraba que ya no reconocía a la sociedad en la que amanecía cada mañana. Me preguntaba una y otra vez el por qué "los viejos" ya no contaban en los planes de las nuevas generaciones. "¿Qué error hemos cometido?", decía. Muy decepcionada con esta circunstancia, se refugiaba en las actividades de la modesta asociación de desmovilizados del conflicto armado, en las que intentaban implicar a jóvenes de la comunidad sin demasiado éxito… Solo algún nieto o sobrino destinaba un poco de su tiempo en compartir una tarde o un fin de semana con los más veteranos del lugar. El resto demostraba una radical indiferencia a la hora de dar respuesta al llamado a participar en sus iniciativas intergeneracionales.

Reivindicaba la experiencia como un patrimonio desaprovechado, desperdiciado, omitido por la ignorancia o la inconsciencia. Durante la charla, confesó que su mayor deseo se centraba en contar sus vivencias a los más jóvenes como vacuna efectiva para evitar futuros equívocos. Para prevenir que caigan en escenarios tan terribles como la violencia, la pobreza o la injusticia durante décadas. Sin embargo, nunca pudo cumplir con sus espléndidas intenciones porque muy pocos jóvenes acudían a sus actividades, y los que llegaban eran siempre los mismos. Aquello le disgustaba mucho. Lo contaba sin disimular que esa repetida escena le tocaba muy hondo: una indeseada desconexión con la juventud sumergía a Rosanna en la incomprensión. En una pena. En un profundo dolor.

Consumimos dos horas y media de charla, dos cafés y algunas botellas de agua hasta exprimir al máximo el tiempo disponible, repasando nuestras respectivas vidas con una inolvidable sinceridad. Antes de despedirnos me pidió un favor muy personal: "Juan, intenta prevenir a los más jóvenes de errores del pasado. Es importante. Y, si te escuchan en algún momento, recuérdales que nunca se bañarán en el mismo río o jamás se mojarán bajo la misma lluvia. El apresurado ritmo de la vida no espera por nadie".

Cumpliendo con la palabra dada ahora este compromiso también queda escrito, publicado y compartido. Con la única pretensión de evitar que sea devorado por el olvido de una frágil memoria que inevitablemente envejece.