Un brillo en las agradecidas pupilas al conformar las imponentes montañas que encierran el valle de Iya. Mitsuro arroja todas las mañanas su vista desde el puente Iya Kazurabashi, río abajo, hasta que éste se pierde entre alguno de sus meandros. La quietud, el ligero vaivén de las ramas mecidas por el aire, hacen que se detenga a contemplar el entorno a mitad del puente, como un ritual, cada vez que lo cruza. ¿Lo escuchas, Mitsuro? ¿Escuchas al viento silbar entre los resquicios de la vid? Con tu mirada pareces responder: «No, prefiero escuchar cuando el viento cesa. Escucho el silencio». Cierra los ojos y, unos cuantos segundos después, los abre para reanudar el camino entre lejanos aromas a crisantemos y azaleas.
Mitsuro no falta nunca a la cita. Recorre la gran distancia que hay desde su casa hasta la de su amigo Shiro. Shiro lleva enfermo desde hace más de un año. Al igual que un perro, puede olfatear una muerte cada vez más cercana. Mitsuro le ha dicho en más de una ocasión que vaya a vivir con él, pero no está dispuesto a abandonar la casa que levantó su padre. Es su amigo y no duda en atravesar el bosque desafiando a seres como los yūrei o los temibles konaki-jiji. De los yūrei no tiene miedo porque sabe que normalmente se aparecen por la noche y nada más que persiguen a aquellos que les hicieron algún mal en vida y, Mitsuro, precisamente, es un hombre bueno que jamás ha entrado en conflictos con nadie. En cambio, los konaki-jiji… Pero no sólo se trata de estos engendros. Las alimañas del camino son tan peligrosas o más que ellos si cabe. De todas formas, Mitsuro, parece tener un sexto sentido con los animales salvajes. Los apacigua con una única mirada, larga, amistosa y llena de serenidad.
Mitsuro abre la puerta. Esta mañana su amigo se encuentra postrado en el futón. Su boca libera unos gemidos faltos de fuerza.
—Shiro…
—Me duele tanto, Mitsuro…
Mitsuro le acerca a los labios un poco de agua. Sólo puede mojarlos entre tos y tos mientras su amigo lo sujeta por la espalda con firmeza. Un hilillo de sangre escapa de la boca y se limpia con un pañuelo ya apelmazado. Le dice que va a ir a preparar la comida; que ha traído algo en su zurrón y… Aunque si no es capaz de beber, tampoco lo será de comer. Sabe que ahora necesita estar en soledad y ha de concederle ese privilegio. Se miran. Parece interminable. Ha llegado el momento. Pasa los ásperos dedos por la cara de Shiro y se retira.
Hoy, alguno de los Shinigami o dioses de la muerte, decide llevarse consigo el alma de Shiro, tal vez por piedad después de tanto tiempo de sufrimiento, o por un hambre voraz de rapiña. Eso da lo mismo. Una sonrisa se dibuja en su rostro. Baja los párpados y por fin comienza a vivir. El cuarto se inunda de una luz cálida que entra por la ventana.
Mitsuro emprende el camino de regreso tras velarlo todo el día y toda la noche. A la mitad del puente se detiene. Quiere escuchar el rumor del río, pero un pájaro que se posa al lado se lo impide con su canto. Tiene una larga cola de llamativos colores. Reanuda el vuelo. Lo sigue con la vista entre las nubes y los rayos de sol que lo esconden por momentos. Finalmente lo pierde al bajar al río donde, durante unos segundos, es capaz de oír cómo dialogan entre ellos. Cuánto le gustaban a Shiro estos pájaros. «Buen viaje, amigo mío».