Félix tuvo hoy el día tonto y me lo contagió. Tener el día tonto significa, en primera instancia, que se vuelve un pesado de tomo y lomo y, en segunda, que me convierto en el blanco fácil de sus frustraciones. No lo aguantaría ni un segundo más si no fuera por la solera de nuestra amistad y por sus otros momentos, escasos pero existentes, de tranquilidad, generosidad y bonhomía. De suyo, es un borde: lo sabe y no hace lo más mínimo por evitarlo. Si, encima, tiene una botella de vino por delante, entonces lo busca de propósito, lo puedo jurar. «El sistema capitalista es como una máquina de vapor: para que ande no se puede quedar sin carbón en la caldera», me dijo al menos siete veces, como si fuese un epitafio. Tras darle un trago a la copa de vino y mirar al aire absorto y displicente, volvía a la carga, arremetiendo como un converso: «El sistema capitalista tiene un lema: el último que apague la luz, pero que no se olvide de pagar el recibo».
Apenas diez minutos antes, en cuanto le pedí a Manolo una caña, me había mirado con desprecio: «Cerveza, la bebida del proletariado con ínfulas de clase media». En legítima defensa, mis oídos se pusieron en off y la cabeza en asentimiento mecánico, para no liarla. Confieso que en muchas de las cosas que dice estoy de acuerdo, pero, claro, siempre con bastantes matices, más que nada en las formas. Lo conozco lo suficiente para aseverar que cuando se encuentra en ese estado catatónico perdido, en el que se ofusca y no concede razones, ni se me ocurre poner ni quitar una coma a sus frases, no vaya a ser que se lo tome como una ofensa personal. Aguanté como pude sus embestidas durante un rato más y me inventé una excusa para largarme en cuanto pude. La noche estaba fresca, volví a casa andando y soltando lastre psicológico. Fue gratificante librarme de él y caminar por las calles empedradas solo, sin más compañía que mis pasos resonando en los soportales, con la inercia añadida de ir cuesta abajo.
En casa, en zapatillas, en el sofá, en la tranquilidad del rincón del salón intenté vaciarme de sus impertinencias y arrumbarme del mundo. En posición horizontal y al hilo insulso de la tele me quedé frito un rato, lo suficiente como para perder la noción del tiempo y dejarme resbalar por el tobogán de las ensoñaciones. Vivo en un sinvivir, es decir, enfrentando todo el tiempo la realidad a mis convicciones, sopesando, eligiendo, comparando, juzgando en un estado permanente de vigilia agotador que me tiene atormentado. En otro tiempo, bastante lejano, esta situación de incertidumbre y desasosiego me estimularía y me incitaría a la lucha, al menos a la verborrea sin tregua ni cuartel: son los efectos secundarios a la par que beneficiosos que traen consigo la ingenuidad y la falta de experiencias traumáticas. Sin embargo, ha pasado mucha agua bajo el puente, colega, hoy solo quiero tranquilidad. «Eres un conservador. Peor incluso, un viejo consciente de que lo es».
«Te cambio un ingeniero con treinta años de antigüedad por cuatro recién salidos del horno», «El dinero sabe cómo salir a flote: cambiando de manos», «El miedo es lo que nos hace dóciles» sus frases de ayer seguían rebotando en mis parietales y no encontraban un sumidero por el que salirse de mi cabeza. A estas alturas sigue horadando mi estima el top ten de sus sentencias. Me duele reconocerlo, pero en el fondo sé que todo lo que dice tiene un trasfondo de verdad amarga. ¿De qué sirve tener pulcros principios ante la necesidad imperiosa de solventar nuestras indigencias cotidianas? Me temo que de nada y así nos va. Aparco mi idealismo por un rato: está sin recursos que lo sostengan.
Prefiero no hacer un balance de todo lo que me resulta accesorio, por no flagelarme. Si me parase a hacer un inventario de todo aquello de lo que podría prescindir sin cuestionar mi felicidad mundana, me escandalizaría de lo estúpido uno puede llegar a ser por obedecer impasible a esa mano invisible que lo conduce hacia el consumismo táctico. «Lo importante para el sistema es crear necesidades; para fabricar mucho y barato ya tenemos a los chinos».
«¿Qué nos estamos cargando el planeta? Bueno, un poco sí, pero los avances de la ciencia tendrán solución para eso, no hay que ser agoreros». Malos tiempos, me digo, por descargar la angustia y por abrir la esperanza a que exista una puerta de salida a esta majadería generalizada que lo fía todo a un futuro aleatorio. La solución: mañana y con otros protagonistas. Es inútil, la condición humana ha sido siempre así: egoísta y ciega para resolver los problemas trascendentales. El fin justifica los medios: al menos estadísticamente. Estamos aviados: es la urgencia de mantenerse a flote. Mal día: uno más.