En este mundo enfermo (como ha estado siempre el mundo, vaya) y uno de cuyos síntomas más recientes es la sobreabundancia de información (es decir, la desinformación) dos suelen ser las reacciones más patológicas de entre las que que muestran sus habitantes (o sea, nosotros): aparentar que tenemos una opinión sobre cada cosa o aparentar que no tenemos opinión alguna sobre nada.
Todo va a depender de la personalidad del individuo. Pasemos a analizar, pues, estos dos extremos, puesto que en medio hay un porcentaje de ciudadanos que son capaces de opinar sobre ciertos asuntos y que evitan manifestarse sobre aquello que ignoran. Un 2 ó 3% más o menos.
La persona que opina sobre todo suele tener su habitat en barras de bares, sobremesas caseras, sillones de pubs y tertulias varias. Presionado por el entorno, este individuo no puede evitar entrar cual miura a todos los trapos que se le pongan delante para demostrar su ignorancia sobre diversas materias mediante una ostentosa exhibición de comentarios que quiere hacer pasar por eruditos. Allá donde se vea a alguien sentado cátedra sobre asuntos de cualquier índole tendremos delante a una persona acomplejada a la vez que temeraria. No es extraño la reunión de cuatro, cinco o un número superior de catedráticos para debatir cualquier asunto que se les ocurra (y se les ocurren asuntos de debate a la velocidad de la luz) con la concurrencia de diversos tipos de bebidas alcohólicas para refrescar el gaznate y engrasar la maquinaria cerebral (en realidad, la entorpecen).
Un asunto muy interesante tiene que ver con la manera en que se genera una determinada opinión o punto de vista. Recuerdo que en mi ya lejana (ay) juventud, me pasé décadas forjando mis planteamientos en base a una sencilla premisa: sostener exactamente lo contrario que mis interlocutores. Muchas veces en contra de mi propio pensamiento. Se trataba de pasar el rato de la manera más divertida posible, y ¿qué mayor diversión que una buena disputa? Un día me ponía a discutir con alguien que opinaba B a base de defender A y al día siguiente me veía defendiendo B porque el otro opinaba A. Con esto lo que hacía era irritar a mi pareja, que terminaba suplicando a todo el mundo que no me hiciesen caso, que estaba discutiendo por el placer de discutir. Y era verdad: me lo pasaba pipa. Juventud, divino tesoro.