Muchas veces me sentaba callada, mirando a través de la ventana los tejados grises, los regios árboles. Las chimeneas parecían hacerme guiños de humo desde su posición privilegiada, allá en lo alto, derramando volutas que ascendían y se confundían con las líquidas nubes. El estado gaseoso del silencio prevalecía dibujando arabescos en el cielo, sin ser interrumpido por nada salvo por los gritos de las gaviotas.
Allá , en esa soledad sublime del firmamento, imaginaba las estrellas escondidas tras el manto celestes, tratando de ocultar su luz y su tamaño, para que nadie las robara. Los planetas danzarían callados, quién sabe si ocultando vida de esas que llaman no inteligentes, pero que suelen ser mucho más despiertas que las de la Tierra. Sí, el día se teñía de ensoñaciones y cuerpos extraños, que me observaban desde arriba con complicidad y ternura, y yo escribía desde mi butaca, tratando de poner renglones al Universo.
La tinta del bolígrafo sudaba un inmenso río azul mientras las palabras se iban gestando, en un parto infinito de fantasía pura, en una epopeya de agua. Mi cerebro cavilaba la forma de inventar nuevos días, nuevos desafíos, nuevos recuerdos. Los antiguos estaban ya gastados por el paso del tiempo y de las lágrimas. Sí, seguíamos fluyendo, a través de días y noches, los planetas el firmamento y yo, todos en círculos concéntricos que parecían olvidar el reloj.
Un gato perezoso oteaba desde la planicie roja del tejado mi ventana, al tanto de si recibía una golosina en caída vertical. Poco a poco, los recuerdos se fueron acomodando, y se colocaron en estantes superpuestos, en recovecos de la mente inaccesibles a la ira, la tristeza o el arrepentimiento.
El presente empezó a tomar sentido y a acomodarse por entre las junturas ,tras los párpados plegados, en el tórax. Sí, era su ley la que se imponía, mientras el futuro dejaba de presentarse lluvioso y amanecía templado y tranquilo, con una pátina de luz fluorescente que brillaba en aquella antigua oscuridad, para dar testimonio de su fuerza . Parecía que el día se despeinaba lentamente, y surgía en silencio la noche crepuscular que lo teñía todo de naranjas y violeta, incluyendo mi propio reflejo en la ventana.
La sombra de los rayos ebúrneos de la media tarde empezó a caer, y la Luna asomó su media cara, sonriente de estar presente en un acontecimiento nuevo. Suave, tranquila, majestuosa, empezó a alumbrar detrás de una nube y teñirlo todo con su brillo lechoso, espeso, como si los selenitas envolvieran con su epidermis todo el ectoplasma mortal.
Mis reflexiones se volvieron anochecer y, como este, empezaron a eclosionar en un tiovivo de sensaciones y colores fuertes, vivos, todos ellos negro brillante, que si bien recordaban a la melancolía de las estrellas, seguían alumbrando el camino del hoy para recordarme que, bajo el firmamento y junto a la ventana, todavía quedan sueños que inventar.