El espectacular éxito de la película Ocho apellidos vascos también ha llegado a Galicia y a Pontevedra. No hay cine que se precie, a pesar de lo caro que resulta ir, que no se llene casi a diario para ver esta cinta de Emilio Martínez Lázaro, con guión de Borja Cabeaga y Diego San José, por cierto dos vascos, se supone que con al menos ocho apellidos cada uno.
Dicen los entendidos en cine, entre los cuales no estoy, que la película es muy flojita, superficial, sin nada relevante y que no pasará a los anales del séptimo arte español y mucho menos mundial. Sin embargo, por paradojas de la vida, se ha convertido ya en la más vista del cine español, superando los 40 millones de recaudación.
El mas contento por ello es curiosamente el Gobierno que se está llevando una buena tajada por impuestos. Y después, por supuesto, director, actores y Telecinco, que ha dado en el clavo con una fórmula que promete ser un auténtico filón. Porque en este país, otra cosa no, pero chinchar y hablar mal del vecino nos pone; lo llevamos en los genes.
De todos modos, no se dónde está la sorpresa de los entendidos por este éxito, aunque no sea de gran calidad. Aquí no suele triunfar lo bien hecho. La basura vende más y mejor, como se puede ver a diario en las televisiones. La explicación es también sencilla: el cerebro de todos los humanos, al menos el de la gran mayoría, también de los españoles, está diseñado para gustar y regocijarse con las cosas sencillas y más simples. Las que cuestan menos trabajo entender porque requieren menos enlaces neuronales para comprenderlas. Lamentablemente es así, salvo en casos excepcionales; aquellos que cuentan con superneuronas que gozan descifrando cosas complejas. Esos a los que les gusta por ejemplo la matemática pura, la filosofía profunda, o los que son ratones de biblioteca. Esos a los que solemos llamar aburridos, tostones, raros, incluso prepotentes. Esos que odian y no entienden lo superficial que todos los demás llevamos dentro.
Esos son por ejemplo los que no se reirán absolutamente nada con los Ocho Apellidos Vascos; a parte de muchos vascos y andaluces, a los que nos les hace ni pizca de gracia que los reflejen así en el cine.
Pero aún dando la razón a los críticos y asumiendo que la película está llena de tópicos, de chistes fáciles y gags superficiales, bajo la opinión de mi sencillo cerebro, creo que es una obra maestra en algo. Ha dado en el clavo con la idiosincrasia de este país. No hace más que poner en el cine las conversaciones que cada día se repiten en todos los lugares de España. El filón estaba ahí, a la vista de todos, pero nadie se había atrevido a llevarlo a la gran pantalla.
Quién no tiene claro en este país que los andaluces son vagos, los vascos son brutos, los catalanes amarrados, los madrileños chulos, o los gallegos ignorantes e indecisos. Eso es dogma de fe y no hay manera de erradicarlo. Es más, si cerramos el plano, ocurre lo mismo dentro de cada comunidad, en cada provincia, en cada ayuntamiento e incluso en cada aldea, donde el vecino suele estar lleno de defectos y nosotros somos casi perfectos. Es más, habría guión suficiente para miles de películas temáticas.
Por eso aventuro que los Ocho Apellidos Vascos abrirá una amplia saga de estereotipos nacionales llevados al cine entre todas las comunidades autónomas. De hecho, otro director de cine español ya se apresuró a patentar ocho apellidos catalanes y ocho apellidos madrileños, para beneficiarse del filón. Curiosamente no patentó ocho apellidos gallegos. Igual cree que somos menos rentables; pero eso lo hago yo desde aquí porque ya veo en cartelera los ocho apellidos de Coruña, Lugo, Ourense y Pontevedra; y ya puestos los de Marcón, Mourente o Cuspedriños (que por cierto existe y está en Cotobade).
Y me atrevo a decir que todas ellas serían un éxito rotundo, porque además de reírnos del vecino, con esta película ha quedado claro que los españoles necesitamos reírnos mucho y de todo, incluso de nosotros mismos, que es muy sano.
Ocho Apellidos Vascos seguro que no es una gran película, pero sí es una gran excusa para olvidarnos por unos minutos de la cruda realidad que estamos soportando en los últimos años. Incluso tendría que ser recetada como terapia psicológica porque aprender no aprenderemos nada, pero reír nos reiremos un buen rato.
Igual somos menos listos, pero seremos más felices, salvo los supercerebros.