También, en nuestro peculiar y ofuscado horizonte de racionalidad, manteníamos hasta hace poco la tesis de que —nosotros, los humanos—, éramos los únicos seres vivos de nuestro azul planeta que teníamos conciencia de nuestra propia existencia y de nuestra interrelación con el medio y que, a consecuencia de ello, nuestra forma de pensar y de actuar estaba condicionada por lo que hemos dado en llamar "ego"; un concepto —filosófico, lingüístico, psicológico y antropológico— sobre el cual hacemos pivotar todas nuestras reacciones ante el mundo exterior y que sirve para justificar o culpabilizar, según los casos, todos nuestros actos. Es, según la ortodoxia vigente, el punto de referencia de todos los fenómenos físicos, psíquicos y sexuales que nos atañen como individuos libres. Esto es la teoría.
Pero ahora, visto lo visto, nos surgen algunas dudas y ya no afirmamos tan tajantemente nuestra exclusividad en el "ego", ya que según los últimos estudios científicos algunos animales — eso sí, a su manera—, también lo disfrutan y padecen. Estas novedosas teorías son producto de la observación metódica de biólogos y especialistas, desde puntos de vista neutrales y sin ideas preconcebidas como antaño. Reconozco que es un tema muy reciente y resbaladizo y en el que no entro a manifestarme por sana precaución, ya que todos mis conocimientos se limitan a los reportajes de la 2 a la hora de la siesta y la mayoría de las veces me pillan adormilado, cuando no traspuesto. Esto es lo de siempre.
Lo que sí puedo señalar, como haríamos casi todos, es que existen un montón de cosas que nos diferencian de los animales y en las que salimos perdiendo por goleada; por ejemplo, como cosa obvia, aceptamos que siguen sin pestañear y escrupulosamente las directrices de su innato instinto de conservación y que, aunque sean violentos en su comportamiento, incluso sangrientos, no son vengativos ni nos buscan las cosquillas a la que pueden, por disfrutar, como hacemos nosotros si nos dan la oportunidad. Esto es su legalidad.
Ayer mismo, en uno de esos momentos de sopor después de comer, me puse a pensar en más diferencias entre ellos y nosotros y reparé en una con la que no había contado: hemos inventado el dinero y somos los únicos seres vivos que necesitan de ese algo tan artificioso para vivir el día a día. Ellos, los animales, sin excepción, ni lo usan ni lo precisan para adquirir nada para su subsistencia. Sólo los animales domesticados hacen gasto monetario, pero corren por nuestra cuenta, su dependencia económica es un problema humano, no el suyo. Esto es su capital.
El dinero, el parné, el peculio, el cash… da lo mismo como lo denominemos, es, en principio, una herramienta de intercambio de valor de las cosas que facilita las transacciones y nuestra vida diaria. Con ello, como es palmario, se eliminan los indeterminados y variopintos trueques que habría que realizar para convertir, por ejemplo, siete quesos de tetilla en cuarenta y dos ladrillos caravista. Ahora, incluso, con la expansión generalizada de las tarjetas de débito, hasta casi es de mal gusto pagar al contado y todo se limita a anotaciones contables: ceros y unos binarios residiendo en potentes ordenadores, que dependen de un pin o contraseña. Esto es el Sancta Santorum.
Cuestión distinta al valor es el precio —berenjenal en el que, tal como están las cosas, tampoco me voy a meter, ni de coña. Pero sí me hago un montón de preguntas sobre algunas cuestiones: ¿Por qué un dólar vale ochenta y ocho céntimos de euro? ¿Por qué los mercados compran yenes y venden florines? ¿Quién le pone precio a estos cambios entre divisas? Un economista al uso diría tan pancho: la oferta y la demanda son los que fijan los precios de la cosas, precisamente allí donde coinciden los deseos de ambos. Pero yo, un mero y simple observador del terreno, me temo que los economistas andan un poco despistados últimamente. O no atinan en sus vaticinios, o es que no les hacen caso: y así vamos. Son a la realidad económica vigente lo mismo que los médicos forenses a las personas: a toro pasado aciertan casi siempre en el diagnóstico y disfrutan de total impunidad porque que no se le quejan los clientes nunca. Esto es el truco del almendruco.
Pero lo que realmente tiene tela, dicho sobre la "tela", es su potencial de atesoramiento. Si yo fabricase quesos de tetilla, cosa que no haré, tendría un plazo relativamente corto para comérmelos, regalarlos o cambiarlos por otras cosas, ya que el tiempo correría en mi contra por tratarse de un producto perecedero. Sin embargo, si mis excedentes lácteos los vendiese, el dinero de la transacción no caducaría y, esto es lo mejor, lo puedo ir amontonando sin miedo a que pierda su valor. Ahí, precisamente en este atesoramiento, creo que está el germen de nuestra avaricia y de la insaciable sed de querer tener más y más. Esto es el egoísmo.
Mientras estoy en estas divagaciones, Lúa, la perra pelirroja de mi novia, acaba de bostezar y está acicalándose el hocico acurrucada a mis pies somnolienta. No sé lo que piensa, pero estoy seguro de que en ningún segundo de su confortable y noble existencia se cuestionó como llegar a fin de mes. Yo, en cambio, lo hago varias veces al día. Sobre todo, a partir del día quince. Esto es lo que hay.