Estaba en calzoncillos abrochándose los botones de la camisa. Su prominente barriga dirigía los faldones de la camisa más allá de la punta de sus pies. Evitó que su figura ridícula se reflejara en el espejo paralelo a la cama.
— No comprendo cómo no has ido a la policía -dijo ella, cubriendo su desnudez con una bata de satén rosada- Sabes de sobra lo importante que es para mí esa pulsera y debería serlo también para ti, aunque veo que no tanto.
Era una mujer joven, esbelta, con el cabello desparramado por sus hombros que trataba de anudar en una coleta. No le miraba al hombre cuando hablaba, explicaba manoteando en exceso a su propia sombra, alargada en diagonal a la cama.
— Claro que me importa, Eleonora, pero como comprenderás no voy a meter a la policía en este asunto por razones obvias.
El hombre era de mediana edad, con sobrepeso, con el cabello cortado de manera profesional resaltando sus entradas canosas. Se ajustaba la corbata sin necesidad de espejos.
— ¿Cuántas veces te he dicho que me llames Nora? -contestó ella con rabia contenida- Fastidias mi imagen si dices ese nombre, lo sabes. Y lo mismo que lo dices aquí lo dirías en público.
El hombre arqueó las cejas elevando sus ojos hacia el techo.
— ¿Se lo has comentado a tu mujer?
Él se revolvió para quedarse unos segundos con la boca medio abierta conteniendo alguna palabra.
— ¿Cómo se te ocurre decir eso? ¿Mi mujer? ¿Estás de coña?
— Ella sabe lo nuestro desde hace tiempo -dijo Nora con intencionalidad. Se fue hasta él para poner las palmas de sus manos sobre su pechera- Lo bueno es que ni ella ni yo somos celosas.
— Deja las comparaciones, por favor.
— Parece que al director general le incomoda que su amante mencione a su otra mujer.-añadió Nora con pitorreo.
— Anda, déjalo, que ya se me hace tarde y tengo reunión a la una.
El hombre la besó deprisa en la frente por quitársela de encima. Fue a sentarse en el borde de la cama para atarse los zapatos.
Nora se sentó frente al espejo y comenzó a ponerse una crema blanquecina en el rostro. Dentro de una mímica grotesca, extendía la crema con masajes circulares.
— Contrataré a un detective privado -añadió él con algo de fastidio- Pero, mira, te digo lo que te dije ayer y anteayer: ¿no te gustaría que te regalara otra pulsera mejor, de la firma que tú eligieras, no importa el precio, y nos dejábamos de engorros? No me gusta airear nuestra relación aunque lo sepan todos.
Nora detuvo sus masajes para escudriñarle a través del espejo.
— ¿Es que no entiendes lo emocional de la pulsera, Rodolfo? -sacudió las manos como si deseara zarandearle- ¡¡Me la regalaste por nuestro aniversario!! ¡¡Fue un signo de amor eterno!! Los hombres sois tan insensibles. Creéis que una joya es sólo un objeto.
Rodolfo se estaba poniendo la chaqueta. Vio el preservativo entre las sábanas y lo recogió con la punta de los dedos. Abrió la ventana y lo tiró al jardín que había junto al chalet.
— ¿No habrás tirado el condón a la calle? -dijo ella, incorporándose brusca- ¡Eso es lo más guarro que he visto!
— Si te tomaras pastillas como otras mujeres.
— ¡Las pastillas engordan y una modelo de mi categoría no puede permitirse eso!
Se dejó caer sobre la silla y, con las manos cubriéndose el rostro, comenzó a sollozar. Sacudía de manera exagerada los hombros como si se tratase de una intencionada tragedia.
Con el paso tranquilo Rodolfo fue hasta ella y la tomó de la cabeza.
— Vamos, amor, perdóname. Sabes que soy tan impulsivo como idiota.
Nora se dejó querer. Rodolfo se agachó y la besó largamente abrazándola. Se mezclaron las escasas lágrimas de ella con el rostro todavía sudoroso de él.
— ¿Quieres que hagamos otra vez el amor?
Nora lo dijo casi suplicante: la boca entreabierta de excitación y las manos ávidas por encontrar algo en la entrepierna de él.
Rodolfo se retiró y la cogió por los hombros.
— No me da para tanto el Cialis, amor. -contestó él sintiendo la mortandad de su pene- Pero te prometo que voy a poner todo el empeño en arreglar el tema de la pulsera. Tienes toda la razón: es el mejor símbolo de nuestro amor. Perdona por ser tan torpe.
Nora le abrazó con fuerza y le susurró al oído un “te amo” pleno de energía.
Rodolfo, ahora sí, se retocó la corbata frente al espejo y se observó en varias posturas dentro de su traje azul alpaca Ermenegildo Zegna. Se gustó. Asintió ligeramente antes de comenzar a abandonar la habitación.
— Me dijiste que sospechas de los fontaneros que vinieron a lo de la caldera, ¿no? Esos que mandó Tony.
Nora se acercó sumisa, sugerente. Le miró fija con sus ojos verdosos y sonrió con maravilla profesional.
— Sí, ese mismo día por la tarde la eché de menos. Eran dos rumanos. Esa gentuza que envía Tony a todos lados.
Rodolfo asintió. Le dio un beso en los labios y salió de la casa.
— Adiós, Romilda.
Dijo Rodolfo a la asistenta que trajinaba en la cocina.
Ya en la acera fuera del chalet, desplegó la app de una empresa de vtc en su teléfono móvil y solicitó un coche para esa dirección. Por nada del mundo iría a visitar a Nora en un coche de la empresa, con chofer incluido, ni en el suyo particular. Sabía que era un secreto a voces pero había que tener dignidad para no alardear. Además, pensaba mientras esperaba al auto de alquiler, estaba comenzando a cansarse de las veleidades de ella. Ahora la puñetera pulsera, lo que faltaba. Hacía unos años, cuando comenzó su aventura amorosa, todo iba sobre ruedas, sin ataduras ni consecuencias, sin reproches ni justificaciones; ahora se sentía en ocasiones preso, acorralado por los caprichos de una jovencita. Bastante le costaba a él mantenerla en su estatus de modelo pidiendo favores acá y allá, o pagando para que a la niña la tuvieran en cuenta las marcas de la alta costura. ¡Y encima de todo el robo de la pulserita!, se dijo apretando los ojos. Le costó un pico, sí, pero pudiera ser que le costara más un escándalo que fuera pura carnaza para la prensa.
Llegó a la sede central de la Mercedes-Benz. No le apetecía ir a la reunión y le dijo a su secretaria que le excusara con lo primero que se le ocurriera.
— Cualquier pretexto me gustará, Yolanda.
Le dijo a la secretaria lanzándole una fugaz sonrisa.
Se dejó caer sobre la silla de su escritorio suspirando. Luego observó el teléfono fijo encima de la mesa. No, lo haría desde su móvil.
— Póngame con Antonio Llopis, por favor -contestó a una voz femenina después de esperar el cuarto tono- Sí, de parte de Rodolfo Campezo.
En unos segundos oyó la voz nasal.
— Hola, Tony. Tengo un asunto que me quita el sueño y que en cierta manera te concierne.