Miki llegó tarde, como de costumbre. Vio a sus padres dormidos en el sillón frente al televisor. Daban un concurso absurdo con pruebas en una piscina que levantaba risas y más risas entre los espectadores. Hizo un gesto de desagrado y cerró la puerta de la casa con cuidado.
En su cuarto se quitó las deportivas y se colocó unas babuchas desgastadas. En las paredes colgaban pósteres de grupos de música del heavy metal y media docena de libros de las aventuras de El club de Los 7 secretos, de Enid Blyton, que le había regalado paulatinamente su tía Carmen para los reyes, apilados en una balda polvorienta.
Fue hasta la cocina y se preparó un sándwich rápido con lo primero que encontró en la nevera. Odiaba esas aceitosas rabas que le esperaban dentro del microondas. ¡Puaf, grasa requemada! Antes de coger su portátil y ponerse a jugar al Call of duty, vigiló los ronquidos de sus padres. Todo estaba en orden. Se dirigió al dormitorio de ellos e indagó en los bolsillos de la cazadora de su padre colgada de una percha. Sabía que siempre dejaba las monedas sueltas en los bolsillos y Miki las necesitaba para comprarse tabaco. Como ni trabajaba ni estudiaba, su economía radicaba en los veinte euros que le daba su madre los viernes por la noche, siempre y cuando no fuese fin de mes, entonces la cosa se ponía peor. Cogió tres euros, ya que limpiarle de monedas el bolsillo levantaría las sospechas de su padre. Fue entonces cuando reparó en la dureza bajo el forro de la cazadora. Metió la mano a través del bolsillo. "¡Hostia, vaya pedazo de joyón!", exclamó tentando el peso de la pulsera. Relucía en la oscuridad de la habitación iluminando el mentón del muchacho. "¿Qué hacía ese lujazo en el bolsillo de mi padre? Es de tía, fijo, y además tiene ese pedrusco que debe valer un riñón. ¿Tendrá una querindonga?" Miki daba vueltas y más vueltas a la pulsera extasiado. "Joder, tengo que pensar rápido", se dijo mientras volvía a verificar el sueño de su progenitores y sin soltar la alhaja.
Se le ocurrió abrir del todo el forro de la cazadora hasta el elástico externo con lo cual, pensó, podía haberla perdido en cualquier sitio. Tampoco había tiempo para pensar en más subterfugios. "Mis padres se despiertan en cualquier momento y se meten al sobre, así que espabila", se dijo, mientras abandonaba el cuarto cerrando con mucho sigilo la puerta.
"¿Cuánto me podrán dar? Mil, dos mil, tres…..cien. ¡Joder, vaya lunes de la hostia!", pensaba Miki metido en la cama, con la pulsera bajo la almohada, y sin acordarse para nada de la partida del videojuego.
Oyó a los padres acostarse al poco. "¿Y si mi padre sospecha?" La pregunta se desvaneció en segundos: nadie le vio con lo cual él no había cogido nada de la cazadora. "Que preguntara donde fuera menos a los miembros de su familia. ¡Faltaría más sospechar de su mujer o de su hijo! Pero siendo él…. Bah, podría haberla perdido por la calle, o en la escalera." Miki no podía conciliar el sueño. Cada cierto tiempo comprobaba que la pulsera estaba oculta bajo la almohada, luego le daba vueltas a cómo sacarla dinero de la forma más segura. "El Javi tiene que conocer a alguien que me aligere el tema. Está siempre con sus trapis y sé que pasa costo que le surte el tuerto del Maravillas" Miki sopesaba mientras la noche discurría muy diferente a las de costumbre.
Le había costado llegar a terminar el bachiller. Tuvo que repetir varios años y si no hubiese sido por Andrea, su madre, Miki hubiera mandado a paseo los estudios. A él lo que le gustaba era ganar dinero, tener un buen trabajo, un buen negocio, y comprarse una casa y un ordenador "que fuera como un tiro" para poder jugar a todos los videojuegos punteros. "Pero para eso necesitas formarte para tener un buen empleo, hijo", le decía su madre, la cual tuvo que claudicar en su empeño cuando, después, Miki se negó en rotundo a seguir estudiando.
Desde entonces, hacia unos dos años largos, no hacía otra cosa que perder el tiempo con sus "coleguitas", como él llamaba al grupito del barrio, entre el "Maravillas", un bareto de mala muerte donde se trapicheaba con todo, y los bancos del parque de La Horadada. Se fue acostumbrando a "buscarse la vida" y eso significaba para él conseguir dinero fácil con el menor esfuerzo. Nunca trabajaría en una fábrica rompiéndose el lomo como su padre, ni tampoco quitando mierda en oficinas como su madre. A ellos los consideraba unos "pringaos" que con su esfuerzo sólo enriquecían a las empresas que les pagaban para que, a su vez, abonasen facturas e impuestos. Una pérdida de tiempo y vida. Si el tinglado social estaba montado de esa guisa que no contaran con él para seguir ese cauce. Siguiendo la norma de sus padres jamás saldría de pobre.
Andrea y Rodrigo insistían en que un trabajo, aunque fuese precario y mal pagado en un principio, siempre podría catapultarle, en un futuro cercano, hacia otro empleo mejor. "Así se escala en sociedad, ahora y siempre.", le aseguraba el padre con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y dando un tono grave a su voz mientras daba vueltas a la mesa del comedor. "No dejes que pasen los años sin oficio ni beneficio.", le aconsejaba su madre con su delantal puesto y desde la puerta de la cocina. Pero Miki ni les oía. Asentía y callaba para al día siguiente hacer lo que le venía en gana.
Un día de tantos, estando con el Javi, el más admirado y mayor de sus amigos, en el Maravillas le comentó:
— ¿Nunca has pensado en un golpe de suerte cojonudo que te saque de este barrio de mierda?
Hartos de cervezas, acompañados con chupitos de tequila, estaban sentados sobre unos barriles de cerveza junto a la barra.
— Ese es el tema estrella, tío -dijo Javi con los ojos enrojecidos de lo que todos sabían que se metía cuando iba al aseo- Y a mí me da que yo estoy a punto de conseguirlo. Puede ser cosa de días, tío. Palabrita del Javi.
Miki sonreía y se imaginaba estar al lado de su amigo cuando llegase ese día.
Se despertó con ese regusto y palpó la pulsera para cerciorarse de que ese martes podía muy bien ser un día grande, muy grande. Durmió poco y mal y sólo el trajín de sus padres preparándose para irse a trabajar lo despabiló.
Despierto, seguía dándole vueltas al asunto que iba a llenar su martes de esperanzas fundadas. Le enseñaría al Javi la joya y él le indicaría el proceso a seguir. ¡Claro! Hay que rodearse siempre de tíos resueltos y con contactos.
— Miki, Miki. -le sobresaltó la voz de su padre. Musitaba tras la puerta de su cuarto dando golpecitos suaves- ¿Estás despierto? ¿Puedo entrar? Tengo que hacerte un par de preguntas.
La voz sonaba ronca, atemperada de manera algo exagerada como cuando hablaba con el médico o tenía que resolver un asunto importante por teléfono con algún desconocido.
Miki salió de la cama y fue despacio hasta la puerta.
Su padre, con gesto adusto, se quedó quieto en el umbral de la puerta examinándole. "Me marcho. Hoy no compres el pan que ya lo traigo yo.", dijo Andrea desde la lejanía. Se escuchó el golpe de la puerta principal al cerrarse. Entonces Rodrigo dio unos pasos y cerró la puerta del cuarto.
— ¿Dónde coño tienes la pulsera? -le preguntó, aguijoneándole con la mirada.