La imagen (Parte 6ª)

12 de marzo 2024
Actualizada: 18 de junio

Me ayudaron los acontecimientos imprevisibles. Lo primero que me resultó extraño fue que “El cartero siempre llama dos veces”, la versión de 1946 de Tay Garnett, me dejara indiferente. Ni John Garfield ni Lana Turner me adentraban en la trama, pareciéndome dos seres insulsos que trataban de cargarse al marido de ella sin sopesar las consecuencias

Me ayudaron los acontecimientos imprevisibles. Lo primero que me resultó extraño fue que "El cartero siempre llama dos veces", la versión de 1946 de Tay Garnett, me dejara indiferente. Ni John Garfield ni Lana Turner me adentraban en la trama, pareciéndome dos seres insulsos que trataban de cargarse al marido de ella sin sopesar las consecuencias. Dos imbéciles sin gracia alguna. No disfruté de la película ni un solo minuto y, recuerdo, haberla detenido del aparato de reproducción antes de que acabara. Realmente era muy raro. Adoraba la novela de James M. Cain y esta versión siempre me pareció muy buena, la mejor de todas. Sin embargo, esa tarde de sábado preferí dejar la película y poner música de Supertramp. Sonaba "Crime of the century" desde el principio. Estaba tomando una buena cerveza fría y, tumbado en el sofá, escuchaba las canciones. A mitad de "Hide in your Shell" me incorporé inquieto para ir a mirar por la ventana. Me molestaban los acordes. Era sólo ruido. Di al stop con brusquedad. Una mierda. Ni la película ni la música. ¿Había dejado de amar el armazón cultural que tenía en casa?

Con el paso de los días fueron "Sed de mal", "El gran carnaval", "Nosferatu", "Testigo de cargo", "El apartamento", "La diligencia", "En bandeja de plata", "Picnic", "El nadador" y, para más inri, "Terciopelo azul". ¿Ya no me atraía ninguna de mis películas? Y no se quedó en eso: "El extrajero", "Santuario", "El castillo", "Luz de agosto", "Los diarios de Kafka", "El villorrio", "Niebla", las novelas de McCarthy y los relatos de Capote, Carver y Wolf ahora me aburrían. No pasaba de una docena de páginas y mi mente desconectaba para evadirse en cosas que antes me parecían livianas, por no decir imbéciles. Concursos chorras de televisión, documentales de animales, partidos del deporte que fuera, videoclips de moda y hasta varias series turcas de amores enloquecidos y casi imposibles. ¿Qué ocurría?

El culmen de todo lo que se suponía que antes rodeaba a mi vida y la daba sentido fue cuando, escuchando "Close to the edge", me abalancé sobre el equipo de música y pisoteé hasta hacer añicos el cd. El bienestar que me procuraba estar aplastando la música de Yes estaba en consonancia con la ferocidad con que me empleaba en su destrucción. Seguí con los demás cedés. Los iba machacando con un martillo, pues mis piernas se resintieron cuando llevaba veinte destrucciones, y metiendo los pedacitos en bolsas de basura. Me sentía liberado, un coloso que escudriñaba la cultura musical y la devoraba entre risotadas. Todo un fin de semana llenando los contenedores de basura de mi calle y alrededores con lo que unos días antes me pareció mi tesoro más preciado.

No me conformé con la música, la emprendí después con libros y películas. Deshojaba los libros introduciéndolos en las bolsas de basura con deleite. Hacía pedacitos diminutos con las portadas, como si el nombre de la novela o película y sus autores, fuesen demonios que nadie ponía leer ni visionar. Arrancaba las hojas de los libros y las arrugaba escuchando sus chasquidos como lamentos que para mi eran cantos celestiales elevándome por encima de cualquier mortal. Me sentía Dios y eso ni me dio hambre ni sueño. Aquel fin de semana fue tan aniquilador como placentero. Mi tarea era destruir hasta la última minucia cultural que atiborraba las estanterías de mi casa. Era yo contra ellos, y yo era demasiado poderoso para su inane consideración.

Un mes después, cuando mi casa estaba totalmente vacía de cualquier elemento que significara cultura, me planteé cambiar de casa. No se me ocurrió de repente, sino tras advertir que necesitaba menos espacio para vivir. Además era una casa situada en un barrio bien de la ciudad, una vivienda demasiado cara para mí, aunque ahora ganase más en la editorial, pero era un piso… ¿cómo lo diría?… Petulante, tal vez, hortera, no sé, un habitáculo donde yo no tenía cabida.

— ¿Mudarse a esa cochambre? -me dijo Triz horrorizada cuando le comuniqué mi intención- Pa que sepas, estás arrebatao del todo. Cuenta que Beatriz Valdez Alcántara a esa vaina no va. ¡Arrematao de padre y madre!

De todas formas me fui. Hablé con el propietario de aquella casa de marras en la que iba a celebrar mi cumpleaños y cerramos el acuerdo con facilidad. Reconozco que la casa estaba algo deteriorada, además de ser mucho más pequeña, y que estaba enclavada en una barriada suburbial donde la miseria asomaba por cualquier ventana o portal, pero se me hacía insoportable seguir viviendo donde pensé que sería mi hogar para siempre.

Me trasladé en un fin de semana de principios de verano. A Tris le largué una buena suma de dinero como finalización a "todos sus servicios" y tan contentos.

— Que Dios te guarde, pariguayo.

Me dijo glacial, envolviéndome con una mirada de conmiseración.

Mandé pintar la casa y compré cuatro muebles para adecentarla. ¿Qué más me hacía falta? Nada. Era una gozada llegar de la editorial, ponerse cualquier ropa vieja y tumbarse a la bartola viendo algún evento deportivo o series que daban por televisión. Me sentía bien, muy bien, mucho mejor que en aquella atmósfera cargada de presuntuosos de la Editorial Folio en Blanco. En esa casa decía lo que quería sin callármelo, a voz en grito si me apetecía, vestía de la forma que me daba la gana, los fines de semana ni me afeitaba ni duchaba y, además, no tenía relación alguna con una cultura manoseada y decadente. ¿Se le puede pedir algo más a la vida?

Tenía ratos en los que me acordaba de Pepe, Adrián y Dionisio, aquellos compañeros a los que negué la celebración de mi cumpleaños y que ahora añoraba bebiendo una cerveza tras otra mientras me envolvían los diálogos del culebrón turco de turno. Iba a la editorial cansado y regresaba más cansado todavía. Martelo y Ortuño me parecían dos idiotas que se las daban de intelectuales y mi hermano Colás un vanidoso que presumía de su cargo en todas mis narices; ahora creo que esa era la verdadera razón por la que me ofreció el puesto en la editorial, vanagloriarse en toda mi cara. El resto, fantoches que sólo sabían hablar de libros, teatro y películas. Insoportables. Decididamente tan inaguantables como sus poses y su lenguaje selecto y aburrido.

Antes de que llegara el mes de agosto, cuando la editorial cerraba por vacaciones, entré en el despacho de mi hermano con el talante expeditivo con que me había levantado esa mañana.