Podía imaginar, hasta especular, con el contenido de aquella carta que Berta había recibido de su pareja en tiempos de la Revolución Sandinista en Nicaragua. La había recibido en junio de 1988, no recordaba con nitidez el día exacto. La guardaba con la misma pasión que amor en una pequeña cajita de madera artesanal, decorada con los típicos colores vivos que a uno le deslumbran cuando tiene el privilegio de recorrer esas latitudes durante unas semanas.
No había sido un viaje sencillo hasta las comunidades rurales de Somotillo (Chinandenga) desde Managua. Hubo que adelantarse a la salida del sol para salir en dirección a una de las áreas fronterizas del norte del país: los caprichos de la historia quisieron trazar una línea imaginaria que hoy dibuja una imperfecta división geográfica entre Nicaragua y Honduras por el Este. Cerca de allí, a un puñado de kilómetros, ambos países y El Salvador comparten un lugar único conocido como el Golfo de Fonseca. Otra de esas fronteras naturales colmadas de recursos de un incalculable valor. Grandes tesoros de la ‘Pachamama’.
Para llegar hasta allí sería necesario invertir algunas horas, y mucha paciencia, a bordo de un modesto coche circulando por caminos y carreteras; conduciendo por tierra y un erosionado asfalto. Esa clase de trayectos suelen poner a prueba la capacidad de resistencia del sistema de amortiguación del vehículo: baches, golpes, saltos. De todo… Había que aprovechar el día; debíamos evitar movilizarnos de noche por cuestiones de seguridad. No parecía recomendable. Y esa condición nos obligó a iniciar el largo viaje sobre las cuatro de la mañana. A esa hora, apenas había vida en la capital: algún taxi y algún bus que principiaba la primera ruta de la jornada. Pero, a medida que amanecía el nivel de tráfico iba en aumento. Ya a las siete de la mañana cualquier carretera nacional o local estaba congestionada y no daba un mínimo respiro. Todo era muy intenso. Mientras pasábamos por diferentes pueblos, de singulares características, en los que nunca faltaban los puestos y las tiendas instaladas al borde de la carretera, confirmamos el enorme poder de atracción de una tierra castigada por la injusticia social y la pobreza. Que energía tan especial se respiraba en el ambiente. En cada ambiente. No sabría muy bien concretar qué elementos provocaban esas sensaciones tan originales. Quizás fuera la luz, el acento, la música, las largas conversaciones o, simplemente, las encendidas ganas de vivir. Pero, la conjunción de diversas cosas detonaba una serie de emociones entrañables. Fantásticas. Difícil de explicar.
Nuestro objetivo buscaba descubrir como un proyecto dedicado a construir una red de abastecimiento básico de agua, financiado por el Fondo Galego de Cooperación, mejoraba la vida de centenares de personas en unas determinadas comunidades. Fue sencillo salir de dudas. Al llegar a Somotillo confirmamos que había una importante diferencia entre abrir un grifo o tener que recorrer varios kilómetros hasta el río El Gallo para llenar uno o dos garrafones de agua; un cometido familiar que, por norma, suele recaer principalmente en las mujeres. Con esta acción quedaba certificado que el gran potencial y las excelentes virtudes de la solidaridad, una vez más, transformaban realidades y cambiaban la vidas de seres humanos gracias a la buena ejecución de proyectos como este. Uno de tantos ejemplos.
Pasear por aquel lugar, bajo el sol de mediodía, significaba una experiencia deliciosa. La gran mayoría de las casas habían sido construidas siguiendo un patrón muy parecido: planta baja con techo recubierto de teja o de lámina de aluminio. En función de la economía se optaba por una u otra solución.
En el exterior de una vivienda pintada de color naranja se encontraba Berta. Se encontraba conversando, como cada tarde después de almorzar con sus amigas vecinas. Las tres sonreían. Estaban sentadas en las pequeñas escaleras de la entrada. Al cruzar por delante de la casa nos saludamos mutuamente con simpatía, sin imposturas. Tal sinceridad derivó en la invitación a un café y a un rato de charla en el interior de la vivienda de Berta, una mujer de avanzada edad a la que el paso del tiempo había respetado de forma envidiable. Su genética, de raíces indígenas, jugaba a su favor.
La casa estaba amueblada con lo básico y decorada con artesanía regional. En la cocina, ubicada en la parte trasera, había una modesta cocina de leña. El café ya estaba caliente. Nos servimos y aproveché la ocasión para resolver incontables curiosidades. Quería saberlo todo. Y le pregunté por su vida en tiempos de la Revolución Sandinista. Por un instante, el silencio se apoderó de la situación. Aquello me hizo dudar. Llegué a pensar que no había sido buena idea preguntar por ese asunto.
Ella se acercó a una pequeña cajita de madera con un semblante más serio de lo habitual. Agarró una carta que había en su interior. La miró con nostalgia y comenzó a explicarme que durante el conflicto había participado en labores de logística, información y ayudando a ocultarse a personas perseguidas por el ejército. Nunca se vio obligada a empuñar un arma. Hablaba con una inconfundible pasión por todo lo vivido. Por una lucha social y por la defensa de unos ideales en la que también hubo tiempo para enamorarse de un amor inolvidable, de una persona que acabaría siendo su pareja durante décadas hasta que la salud le abandonó. A lo largo de aquel convulso periodo, él le escribiría unas líneas en una carta (por si algo sucedía) que Berta conservó como uno de los tesoros más preciados de su vida. No desveló en ningún instante, mientras manteníamos nuestra conversación, que contenían aquellas tres páginas escritas a doble cara, con bolígrafo azul y un trazo algo grueso. La sostenía con las dos manos. Con delicadeza. Al terminar, la volvió a guardar con sumo cuidado. Se aseguró de ello. El papel estaba sobado. Según confesó Berta, solía leerla con frecuencia. Lentamente. Ese hecho le aliviaba, momentáneamente, el hondo sentimiento de tristeza provocado por la ausencia. Le permitía percibir su presencia gracias a unos minutos de lectura. Un inagotable poder de las palabras, manuscritas en una carta, con capacidad para revivir emocionantes pasajes del pasado en el presente. Simplemente, excepcional.