Habitación 219

13 de enero 2023
Actualizada: 18 de junio 2024

El pasado día 22 de diciembre falleció mi madre, Sarab>. Ella padeció muchísimo hasta el último de sus días, más de lo que cualquiera quisiera padecer en circunstancias similares

El pasado día 22 de diciembre falleció mi madre, Sara. Ella padeció muchísimo hasta el último de sus días, más de lo que cualquiera quisiera padecer en circunstancias similares.

Es a causa de esta pérdida que ahora duermo regular. A veces me escudo en el pasado, transito lánguidamente por el presente y, sin saber muy bien el porqué, me duelo por un futuro que ya no puede ser a su lado. Y es que cuando muere una madre algo de nosotros también desaparece, sucumbe una parte fundamental de nosotros mismos, un sentimiento que sabes que jamás tendrá posibilidades de revivir para volver a acariciarte.

Los primeros síntomas de lo que estaba por venir se iniciaron a finales del mes de julio del año pasado. Después de varias pruebas médicas se llegó a la conclusión de que "el bicho" -el cáncer- estaba completamente extendido por varios órganos vitales y que la única vía factible para aquella catástrofe sería únicamente la de los cuidados paliativos.

Sara llegó a Pontevedra a finales de los años 70. Lo cierto es que nunca se acostumbró a la cotidianidad de la Villa del Lérez, ya que provenía de una pequeña aldea de Ourense donde el tiempo pasaba curiosamente despacio y el sonido más común era el de los cuervos aleteando por encima de los tejados de las casas. A día de hoy en esa aldea del ayuntamiento de Maside quedan apenas una docena de vecinos, ya no hay niños ni jóvenes, aunque los cuervos y sus hábitos revoloteadores siguen siendo los mismos.

Mi madre falleció sin saber hablar castellano. Ella y su lengua materna, el gallego, se presentaban en sociedad como una misma persona. Al inicio, recién llegada a Pontevedra, esta "peculiaridad" le supuso algún que otro quebradero de cabeza. Incluso parte de su familia política -urbanitas relamidos y bien acicalados con mentón altanero- le hacían burlas soterradas, sutiles, tratándola de paleta e inculta.

En mi detenida observación de las cosas por aquel entonces como niño, esta actitud barriobajera hizo en mí mella, porque al tiempo que mi madre se sonrojaba ante las guasas y resolvía guardar silencio cual condición que ostenta una devota cristiana, en mí interior iba medrando un estado de desprecio absoluto hacia esa insana raza de individuos que ven en el débil o en el indefenso una carnaza perfecta donde poder encajar todo tipo de menosprecios.

Más tarde, a partir del mes de octubre, las idas y venidas al hospital en ambulancia se hicieron demasiado frecuentes. Varías sesiones de radioterapia para cauterizar la herida tumoral y sangrante situada en el medio y medio del estómago estaban haciendo que mi madre se fuese mermando a pasos agigantados. Poco a poco, aparte de perder abundante sangre a causa de dicha llaga, ella tampoco lograba tolerar el alimento sólido, algo que provocó que en cosa de 4 meses llegase a perder 30 y tantos kilos de peso. Pero mi madre luchó hasta el último de sus días, pese al padecimiento extremo, pese a saber la seria realidad de su diagnóstico, pese a la falta de fuerzas físicas y mentales…

Finalmente, Sara falleció en la habitación 219 del Hospital Miguel Domínguez de Pontevedra a las 13.30 horas de un jueves anémico y pluvioso. Abandonó este mundo habiendo peleado como la mujer empoderada que siempre había sido; un ultimo resuello y enseguida la llegada del halo blanquecino sobre su cuerpo sin vida nos indicó a los que estábamos a su lado que todo había llegado a su fin, que la reyerta contra la desalmada enfermedad había concluido.

Mientras escribo estas líneas con un nudo en la garganta, pienso en mi madre con total y absoluto orgullo, como un ejemplo a seguir para todas las personas que en estos momentos están luchando infatigablemente contra cualquier grave enfermedad.

Y soy consciente de que una madre es el primer amor verdadero de un hijo, y que un hijo, es el último amor verdadero de una madre.