Gastrosofía: Degustando el cocido de Lalín, II

15 de octubre 2024

El cocido es el símbolo de la realidad; ninguna cosa, o casi ninguna, está conformada por un solo vector o variable. El cocido es la ecuación de los garbanzos, carne, fuego, aire...

Podemos sintetizar la vida en la fórmula del cocido; es como una sinfonía de sabores que se desarrollan en un tiempo. Desde que cada producto se cría, sea vegetal o animal, hasta todo el proceso de crecimiento de dicha realidad animal o vegetal, hasta la recogida o cosecha, hasta el sacrificio si es un animal o el corte si es un vegetal, hasta el transporte, la preparación y la venta. Y, al final, llega al fogón familiar y sufre todos los cambios. Toda la producción en la marmita del tiempo va convirtiéndose en un alimento. Después, como un rito secular alrededor de la mesa, se empieza un camino de tiempo y de sonrisas, también a veces de lloros y desalientos, se empieza a degustar. Y se termina sentándose y hablando de cualquier tema o cualquier cosa. El proceso del cocido es como una especie de Ilíada y Odisea del ser humano metido en un fogón, plato o caldero...

La patata en el cocido de Lalín que no se deshaga, como símbolo de la realidad, de esas partes y combinado del que hablábamos, todo forme parte, como una ecuación o fórmula físico-matemática, que todo esté en una sinfonía de formas y maneras, flotantes en el plato. A distinta distancia de la superficie, el sujeto comensal vaya abriendo con la cuchara los trozos del silencio de la vida. Hemos sido y hemos estado en cada comida, aunque muchos piensan y pensamos que no solo somos carne y no solo somos cuerpo, sino que también tenemos mente, conciencia y psique, y también alma-espíritu inmortal, que vivimos y existimos en una sociedad y en una naturaleza y rodeados por dentro y por fuera de ideas. Un cocido es el símbolo de todo ello, incluso algo que nos lleva a pensar que estamos en este mundo, pero no solo somos de este mundo. Son las dos antropologías básicas existentes: unos, los que creen que aquí termina todo, aunque nuestros actos como ecos siguen de alguna manera funcionando en otros corazones, aunque no sepan de dónde vienen y deviene la autoría; y otros, los que además de aceptar lo anterior, creen que la Catedral de Santiago no es solo cultura, sino que es algo que representa un Algo que nos supera. Al final, sabemos y hemos encontrado la representación de un jabalí verrugoso en las Islas Célebes, de hace cuarenta y cinco mil años.

Misterio de la vida, el cocido de Lalín, que se hace esencialmente con el cerdo, distintas partes de dicho animal, el cerdo que es una domesticación del jabalí. El animal más antiguo representado por el ser humano, pintado por unos ojos y una mano y una conciencia, fue hace cuarenta y cinco milenios... Es como si el jabalí/cerdo hubiera estado con nosotros de una manera o de otra desde hace cuarenta y cinco milenios. Piensen ustedes la cifra: cuarenta y cinco mil años. ¿Se imaginan todo el simbolismo que arrastra este animal, quizás totémico, no solo ciervos y toros y sus derivaciones neolíticas o domesticadas? Somos seres animales racionales y, por tanto, sentimos que el animal, el otro animal de otras especies, tenemos que cazarlo y comerlo, pero en el fondo sentimos una profunda amistad y respeto hacia ellos. Aunque existen misterios en la historia del siglo veinte, Altos Poderes de un Estado crearon las leyes más evolucionadas y humanitarias hacia los animales, las primeras en la historia, y, por otro lado, esos Altos Dignatarios de esos Altos y Grandes Poderes fueron capaces de enviar a campos de exterminio a millones de seres humanos. Pregunta que está en el corazón de la historia y del corazón humano desde entonces... No sabemos cómo explicar y explicarlo y explicarnos.

Por eso, la comida es el gran rito secular para intentar que los corazones encuentren la paz consigo mismos. Que al comer un plato, que ha sido la depuración de milenios o siglos o generaciones, el corazón humano, dentro de sí mismo, se equilibre. Que aunque tenemos que alimentarnos, adquirir energía para vivir y sobrevivir, tenemos que sacrificar animales y cortar la vida de vegetales, lo hagamos con sumo respeto y con suma dignidad hacia esos seres vivientes y sintientes, al menos hacia los animales –y así esperamos que respetemos también a los animales humanos racionales con alma–. Pero también, nos encontremos en paz con nosotros mismos y con los demás, con los cercanos y con los lejanos. Y al día siguiente, después del cocido, continúa la vida. Pero el otro, el otro ser humano no es un adversario, no es un enemigo. Diríamos que la comida, ese domingo donde se juntan tantos cercanos, ese día de fiesta, es como decirnos: tenemos algo ancestral por lo cual tenemos orígenes semejantes; quién sabe si un tatarabuelo de hace tres siglos es el mismo antecesor de usted y de mí, aunque no lo sepamos. Aunque podemos imaginar, si nuestros antecesores están aquí, o alguno de hace tres siglos, aquí en Lalín, aquí en cualquier lugar de este terruño o pueblo o aldea o villa, es presumible que alguien tengamos en común de hace tres siglos, aunque ya no nos acordemos...

Borbotean las carnes de cerdo, los garbanzos, las berzas/grelos en el perol del cocido de Lalín, borbotea con ese sonido cercano y lejano, como ese fluido-ruido-viento ancestral. Me digo a veces, cuando miro el fuego, cuando percibo esos programas televisivos en los que se marcha a la selva desnudos, y tienen que hacer todo, y están durante tres semanas intentando vivir y sobrevivir, sin apenas nada. Me digo a mí mismo: Einstein fue un genio, pero me digo a mí mismo, quienes inventaron o descubrieron o aprovecharon el fuego hace trescientos mil o quinientos mil años también lo fueron. Quizás lo inventaron varias veces, en varios lugares, quizás se perdió varias veces a lo largo de los milenios. Quien se le ocurrió hacer fuego chocando dos maderas, esa persona debió de ser el Einstein de su época; aquel que hizo fuego chocando dos piedras especiales ese debió de ser un Einstein de su tiempo; aquel que se atrevió a recoger una rama ardiente, producida por un rayo, y la transportó a su cueva, ese ser o esa persona, mujer u hombre, debió de ser un Einstein de su era...

Cuando veo el fuego que calienta un perol y borbotea el agua, surge el olor a ese plato desde los fogones más profundos del alma. Me digo a mí mismo: cuántas plazas y calles de estas miles de ciudades, alguna o algunas están dedicadas a la invención del fuego. No somos agradecidos, no somos agradecidos a tanto como nos han ido dejando los antecesores, no solo de hace un siglo sino de cien siglos... Hoy, cuando degustes el cocido y el cocido de Lalín, acuérdate de esos que aprovecharon el fuego o inventaron formas de hacer fuego o transportaron las brasas del fuego, hace cientos de miles de años. Porque gracias a esos, a esos Einstein, hombres o mujeres, gracias a esos, usted está chupándose la lengua y los dedos al saborear el cocido de Lalín o la tortilla de su pueblo o la paella de su abuela o los callos madrileños o...

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