Vengo observando con sorpresa, y hasta con disgusto, cambios importantes en la sociedad actual. La mayoría de las personas – sobre todo las más jóvenes - aprovecha el tiempo libre para divertirse en conciertos ruidosos, muchas veces similares, en los que se dedican más a dar saltos que a escuchar. Los y las intérpretes bailan en el escenario con poca ropa: ellos con el torso desnudo, ellas casi en ropa interior. Las diferencias en países de nuestro medio (latitud, economía…) no existen. Es igual un joven sueco que un griego. Uniformidad, unidimensionalidad. Fáciles, por lo tanto, de manejar con medios de comunicación que se han hecho universales. No sólo eso: lo personal lo tenemos que transmitir a los demás, no somos "felices" si no se lo hacemos ver al otro. Mesas de restaurantes cantando el cumpleaños feliz, importándoles un pito el ruido generado, las molestias a los que prefieren charlar tranquilamente.
Y también la desaparición de una determinada forma de morir. No es que me importe que haya desaparecido el viático o los coches fúnebres atravesando las calles, pero se muere casi en secreto. Y, en este caso, los homenajes a nuestras personas queridas, las palabras o los discursos de afecto se les hacen cuando ya están muertos y no pueden ellos enterarse. Me gustó, por eso, el otro día asistir a un reconocimiento afectivo sorpresa a una persona de más de 80 años. Lo que pensamos de ella, los elogios, los agradecimientos, se los transmitimos, emocionadamente, a la cara. Para satisfacción de todos.
Siempre me ha interesado el mundo de los obituarios. Y me ha sorprendido la rapidez y la completa documentación conque los periodistas y escritores en general que se dedican a ello, trabajan. El formidable Gay Talese es por igual capaz – entre sus otros muchos méritos como escritor – de escribir páginas y páginas de una entrevista no hecha a Frank Sinatra (y resultar interesantísima) o de resaltar cualquier momento alrededor de la muerte, que le encargaba un importante periódico neoyorkino sobre una personalidad de relieve. Talese, ahora, cumplidos largamente los noventa años dice estar desconectado de la corrección política y que hoy no podría escribir ni una palabra en la prensa.
Supongo, a mí me ocurre, que muchos pasamos momentos diarios y vitales, leyendo y escuchando a los muertos. ¿Qué sería de mí sin escuchar a Leonard Cohen? Y él no se entera en su tumba de la felicidad que pueden generar los difuntos.
Hoy, revolviendo unos papeles, me he encontrado con un texto de un amigo que ha llegado a emocionarme. No es el caso de quien escribe para halagar a un vivo sino de quien escribe sabiéndose gravemente enfermo. Parece que, a él mismo, le gustaría en esos momentos recibir los elogios – todavía en vida – que recibirá pronto de sus amigos. Decía: "el letargo de quién esto escribe sufre grandes altibajos. No es un camino asfaltado por donde aquí se viaja". Y continúa "la historia del ser humano es la historia de muchos desengaños. El hombre sólo es hombre cuando es libre: de producir o de no producir, de elegir o abstenerse, de amar o distraerse. Sin embargo, hay días en que parece inevitable el naufragio".
Y …un día cualquiera somos nosotros los que nos atrevemos a escribir a aquellos amigos que nunca nos han tenido en cuenta y lo hacemos referenciándolo a través de personas que no volveremos a ver, que olvidamos durante años y hace acaso medio siglo que ignoramos si viven y dónde. O si están muertos ¿dónde también?
Te acuerdas Alfonso, vamos a llamarle así a un amigo, que no hace mucho te leí un mini-poema sobre una amiga que compartimos de joven.
No. No espero a la muerte
Espero a la vida pasada: la única soportable.
Y yo, que nunca recé, rezo ahora
¡Medio siglo después!
Quizás no seas ya rubia y bella.
O probablemente estés muerta.
Pero me acompañas.
Alfonso, mi amigo interlocutor, me dijo sabiamente: la Iglesia católica tiene éxito porque hace creer que en la otra vida "recuperaremos el tiempo perdido".