Demasiado a menudo los periodistas acaparamos un protagonismo que no nos corresponde; y que no nos merecemos. Damos testimonios en primera persona que nada aportan más allá de alimentar nuestro ego y nos erigimos en portavoces de quién preferiría tener su propia voz. Precisamente por ese motivo he reflexionado mucho sobre la conveniencia de escribir estas líneas, no quería caer en los errores de siempre, en sentir que somos el ombligo de un mundo que se desmorona a nuestro alrededor sin que nada hagamos por mejorarlo.
Me estáis leyendo porque al final vencieron mis ganas de cuidar al intermediario. Hay una fina línea entre ese protagonismo innecesario e inmerecido y dejar de cuidarnos y en días como estos, en los que el naufragio del Villa de Pitanxo todo lo acapara, creo que muchos compañeros la han cruzado y se han descuidado a sí mismos. Largas jornadas de trabajo, bajo una presión a veces insoportable y, sobre todo, rodeados de tanta tragedia que a veces se hace difícil respirar.
Que nadie me entienda mal, no pido compasión ni nunca se me ocurriría comparar nuestras vivencias con las que están sufriendo quienes han perdido a familiares y amigos en Terranova. Nada es comparable a su dolor y nosotros somos afortunados, seguimos con vida, con salud, con trabajo y con todos nuestros allegados a salvo. Pero sabernos afortunados no está reñido con reconocer la presión a la que estamos sometidos y estar atentos a que aquellos que comparten profesión y jornadas de coberturas están en buenas condiciones.
Estos últimos días me han recordado a unos ya lejanos de 2013 cuando el Alvia descarriló en Angrois y julio se tiñó de luto y de dolor. Aquellos días fueron los primeros en los que vi a compañeros llorar mientras trabajaban; incapaces de contener las lágrimas ante el sufrimientos de víctimas y familiares.
En Marín he vuelto a ver las mismas caras y las mismas lágrimas. También las lágrimas contenidas porque muchas veces no lloramos, pero tampoco hace falta. Y otras lo hacemos sin que nadie se entere, nos escondemos tras la cámara, agachamos la mirada fingiendo escribir o nos apartamos simulando una llamada para que nuestra debilidad no empaña un trabajo en el que queremos que nada empañe nuestra profesionalidad.
No es necesario ver una lágrima. Una mirada, una sonrisa amarga, un abrazo repentino sirven para percibir que también el que informa se ve superado por la noticia en la que le toca trabajar. Sabemos que nuestro dolor es secundario, que nuestra tristeza pasará y que debemos mantener la entereza para poder hacer en las mejores condiciones posibles nuestro trabajo.
Claro que cometemos errores, quiero pensar que todos (o prácticamente todos) involuntarios o fruto de la presión, que todos tenemos empatía, que nos ponemos en el lugar de quien acaba de perder a un ser querido y de quien podrá volver a abrazar a los suyos porque sobrevivieron, pero saben que nunca volverán a ser los de antes, que su alegría nunca será completa porque algo se le ha quedado en aquellas aguas gélidas.
No defenderé mis errores ni los de compañeros que han faltado a la ética o a algo tan básico como la humanidad, pero sirvan estas líneas para mandarles el abrazo que tanta falta nos hace, para reconocer su esfuerzo y su humanidad, para recordar que al informador, al intermediario también hay que prestarle atención. Porque si nosotros no estamos bien, difícilmente podremos ayudar a cuidar a los demás.
Yo soy de las afortunadas. De las que se encuentran al otro lado palabras de agradecimiento, de ánimo, de apoyo, de las que tienen la gran suerte de trabajar codo con codo con grandes profesionales y mejores amigos. Pero son muchos los que se topan con gritos, con reproches, con el siempre pedir más, hay incluso quien tenía en ese buque naufragado a un ser querido y estos días se encuentran en la difícil tarea de informar cuando la implicación les salpica.
A todos, un abrazo. Y un mensaje: no pasa nada si lloramos y si pedimos ayuda. Porque sí, los periodistas también lloran.