Tampoco es que hablemos de algo baladí, todo lo contrario: no existe demasiada gente que pueda decir que escribir - novelas, ensayos, poesía, esta con mayor motivo incluso- sea su medio de ganarse la vida. Suerte que tienen, se la han ganado con creces.
No son próximos en edad ni origen, colombiano y rozando los 70 el primero, coruñés y aún en los cuarenta Peña. Sus carreras literarias tampoco admiten comparación alguna en cuanto a su éxito, universal el de Abad, en crecimiento y cada vez más importante el del segundo.
Reconozco que esta columna se podría sostener en pie de igual modo sin el párrafo anterior. Lo importante es lo que viene a continuación, relacionado todo ello con la experiencia y el placer que supuso escuchar a Abad y Peña, escritores, hablando con pasión de su oficio en la Pontevedra literaria y lluviosa de hace unos días. Esto es, básicamente, lo que este escritor aficionado pretende dejarles claro de aquí en adelante.
Aunque reconoce esconder dentro un hipocondríaco, Héctor Abad aparenta tranquilidad. El pelo y la barba blanca le confieren aspecto de filósofo griego. En el ágora pontevedrés, al que se le invita a hablar de literatura y, como no, de su dramática experiencia en la guerra de Ucrania, material para su próxima novela, se reconoce también como cobarde. Posiblemente lo hace por no llamarse antibelicista, porque eso debería ser inherente a la condición humana.
La tranquilidad sospechada se confirma en cuanto arranca a hablar. También el apasionamiento con el que habla de su experiencia como lector, escritor y editor. Resulta prodigioso escucharle recitar a Quevedo. En una suerte de economía del lenguaje, prefiere emplear los sonetos de Quevedo -lo hace hasta en tres ocasiones- para hablar del amor y de los libros con versos que, reconoce, mejoran cualquier frase propia que pueda decir. Y cuando recita no resulta altanero ni pedante; al contrario, ensimisma al auditorio.
Explica Abad que el dolor marcará otra vez su nueva novela. No escribió El olvido que seremos, cénit de su bibliografía, para superar el duelo por la muerte de su padre. Lo aclara siempre, aquí también. Aquel fue un libro para que sus hijos conociesen la vida de su abuelo. Y este nuevo lo será para reivindicar el nombre de su amiga, la escritora ucraniana Victoria Amelina, fallecida en un bombardeo ruso al que él sobrevivió por los pelos, y condenar a los que causan y prolongan las guerras. Frente a la guerra se posiciona con la misma firmeza con la que huye de alguna pregunta absurda por personal y con el mismo entusiasmo con el que le dedica el libro al escritor aficionado.
Javier Peña no recita a Quevedo, al menos en público, pero cuando empieza a hablar para y con lectores y oyentes (su fama la ha cimentado en dos novelas y en un exitoso podcast, Grandes infelices) derrocha la misma pasión que Abad el día anterior, cada uno a su manera.
Presenta su nueva novela, Tinta invisible (Blackie Books, 2024) en la que también, como Abad -decíamos al principio que no había semejanzas y no hacemos más que encontrarlas- habla de la relación con su padre. Lo hace para cerrar heridas, agradecer y despedirse de quien le aficionó a la lectura. En su libro, ensayo más que autoficción, Javier Peña reconoce al padre su empeño y mezcla las vivencias propias con situaciones y pinceladas de otras vidas, las de algunos de los narradores y poetas contemporáneos que han marcado su existencia lectora.
Fervoroso, Peña no necesita que la moderadora le invite a contar alguna anécdota de tantos escritores cuyas vidas, infelices y desgraciadas, tan bien conoce. El público tampoco se lo reclama porque ya sabe de su capacidad relatora. Impresiona escucharle hablar sobre Philip K. Dick, sobre Knut Hamsun, de su irreverencia con Ibsen y su proximidad al nazismo y da la impresión de que podría seguir unas cuantas horas más y hacer de la lluviosa Pontevedra un Hamelin de letraheridos tras sus pasos.