El muro de 'Bigotes'

24 de febrero 2024

Desde allí, en las mañanas soleadas o en las tardes de ausencia de lluvias, un gato llamado ‘Bigotes’ oteaba con pausa el transcurrir de la vida de un sosegado rincón de la parroquia de Lérez, en Pontevedra. Él había decidido que aquella posición era su particular puesto de vigilancia, el lugar idóneo para curiosear algo o nada. O las dos cosas. Y por rutina – como suele habitual en el mundo felino – salía a observar que pasaba en el mundo o, más bien, en su mundo cuando las condiciones meteorológicas así lo permitían.

Al regresar de la radio, a primera hora de la tarde para comer, jugaba a verlo y llamarle por su nombre desde la distancia a sabiendas de que me respondería con extrema indiferencia, ahorrando gestos de atención para mejores ocasiones. Yo intentaba que esa inflexible norma de ignorarme con tanto descaro se rompiese en algún momento. Él allí, como la esfinge de un faraón egipcio, y yo aquí, como un plebeyo, implorando clemencia a su excelencia. Nunca conseguí nada. Persistí y todos los resultados fueron estériles.

Sin embargo, ese hecho cotidiano me provocaba felicidad e interpreto que a él también, o eso quiero creer. Minutos después, ya dentro de casa, al producirse nuestro recuentro, le reprochaba con enorme cariño su actitud déspota hacia a mí. Solía reaccionar con una inolvidable mirada que conseguía convencerme de la inferioridad de la especie a la que pertenecía.

Bigotes fue uno de esos gatos que deambuló por las calles en los fríos inviernos y en los calurosos veranos de la ciudad de Pontevedra. Formó parte de la denominada colonia de O Burgo durante varios años. Allí sobrevivió a las bajas temperaturas, a la lluvia, a la falta de comida y al maltrato de una sociedad con escasa voluntad en proporcionar bienestar y protección a los animales. En esas lamentables condiciones resistió en compañía de un nutrido grupo de gatos, entre ellos uno llamado ‘Chico’, durante varios años.

Un buen día, los retorcidos acontecimientos de la vida provocaron que se produjese una hermosa confluencia en el cruce de caminos: él se encontraba en una casa de acogida, habitada por varios estudiantes universitarios, y nosotros seguíamos con el deseo de adoptar y dar una nueva oportunidad a otro gato a pesar de haber llorado la reciente de pérdida de Niebla, una gatita sorda y callejera que nos dejó de manera súbita en el transcurso de una infausta mañana del mes de enero de 2019. Incomprensible.

Habíamos decidido, después de las pertinentes recomendaciones de laasociación Difusión Felina, abrir una nueva etapa compartiendo vida, atención y dedicación con dos gatos: uno era Chico y el otro Bigotes. Ambos se conocían y se aceptaban de buen grado al haber convivido en la misma colonia durante un largo periodo. Una circunstancia que facilitó mucho las cosas a la hora de abrir la compuerta de la realidad. Ni que decir tiene que su llegada a casa fue acorde con la honesta representación de un comportamiento tierno y bondadoso.

Con el paso del tiempo, la experiencia iba de menos a más hasta rozar casi la perfección; crecía en intensidad. Y, de este modo, cada uno de los miembros de la familia tejió su propia relación con cada gato, construyendo así unos maravillosos vínculos para conectar el universo felino con el humano a través algo tan inmaterial e intangible como los sentimientos.

En el caso de Bigotes, su talento y habilidad por conquistar cariño, admiración y un amor especial de su entorno fue su seña de identidad a lo largo de los cinco años de convivencia, al mismo ritmo que su irrefrenable pasión por la gastronomía: desde la crema de zanahoria hasta un buen pienso. Todo era apetecible. De un carácter único e irrepetible, instauró en el protocolo familiar la necesidad de destinar una silla para él cuando había reuniones alrededor de la mesa; y daba igual el número de personas y el tipo de comida o cena. Siempre buscaba esa presencia que, poco a poco, se fue convirtiendo en algo imprescindible. En una compañía privilegiada. En momentos únicos que no retornan ni retornarán.

A finales de 2023, su salud empezó a presentar síntomas de debilidad. A resentirse de una serie de problemas renales que le fueron diagnosticados. Pese a ello, con ocho años había serias esperanzas clínicas de que superase aquello y remontase vuelo. Y, por unas semanas, todo apuntaba en esa dirección. Pero, la alegría y el optimismo se fue consumiendo como una vela; se diluyó en un futuro diferente. Había adelgazado en exceso y el reto se centraba en recuperar su peso recomendado. Sin embargo, no hubo tiempo ni oportunidad. Su menudo cuerpo ya no resistió a una repentina pancreatitis. Y se fue, en cuestión de horas, navegando en medio de la discreción y guiado por el silencio. Sin querer molestar.

Desde entonces, en el regreso diario a casa sigo observando, con cierta tristeza y algo de nostalgia, ese mismo muro ahora desocupado. Rápidamente, rebuscó en la frágil memoria varios recuerdos sólidos para seguir imaginando que su elegante silueta sigue allí. Inmóvil e indiferente. Viva.

En el rico e inagotable yacimiento musical del maestro Sabina hay una letra de una canción homenaje al dolor de una ausencia que dice: "una casa sin ti es una emboscada". Se trata de una hermosa declaración de amor sincero que también evidencia lo efímero que es todo. Lo volátil y líquida que puede llegar a ser la vida. El vacío irremplazable que queda en el día después de... El laberinto emocional en el que se convierte una pérdida irreparable.

Así que, llegados a este punto y con permiso, me permito la licencia de ofrecer un modesto consejo que aporrea la puerta de la obviedad: aprovechad cada segundo con vuestros seres queridos, a quienes profesáis un amor incondicional. ¡Nunca se sabe!