Fidel, sin quitarse sus enormes gafas de sol, siguió con la mirada los pasos de Ernesto Santamaría hasta el sillón del escritorio. Veía la contrariedad en el rostro del otro por un tic que le arqueaba ligeramente la zona izquierda de su labio superior. Daba la sensación como si un colmillo quisiese atravesar su piel y salir punzante por encima de su boca. Tras él, dibujada en el ventanal, la mañana en Madrid avanzaba, siempre borrosa, indefinida, poblada por el trajín en las ventanitas de los edificios empresariales de enfrente, recortadas siluetas malva al bufido de los monitores, y una claridad mate lamiendo las fachadas acristaladas.
- ¿Y......? -preguntó Fidel.
Ernesto juntó las manos al lado de su barbilla para contestar sin mirar al otro.
- He hablado con el comisario Ortiz para que aleje lo suficiente a ese tipo. Confío en él antes que Manuel, el gitano ese, haga alguna tontería de las suyas.
Su actitud, la desgana con lo que habló evitando la presencia de Fidel, evidenciaba que este la gustaba poco.
- Sé que me tiene poco afecto -dijo Fidel, envuelto en una sonrisita cínica- y que le jode verme aquí, pero no tenía otra, señor Santamaría; la situación puede complicarse por ese gilipollas. Él lo tiene todo perdido en esta puñetera vida y eso le hace doblemente peligroso. Por cierto, también se me ha ocurrido que podía usted ajustar las clavijas al ligue de la madre, ese tal Susía que tiene un puestazo en Cultura. Puede que no sea mucho pero lo mismo puede alejar a la madre de su obsesión. Por lo que sé, es un maromo al que le gusta el dinero más que a un tonto un lápiz.
Ernesto llevaba dos años sacando divisas del país con destino a San Marino, donde residiría con su familia a partir de primeros de mayo, y a las Islas Marshall. Él, y otros cinco empresarios preponderantes en España, habían formado una sociedad (registrada como Saferosa) con el único fin de evadir capital a esos paraísos fiscales y formar sede mundial en San Marino para expandir sus negocios por el mundo. En España, desde la victoria electoral de la Coalición de Izquierdas en el verano del año 2016, estaban en el ojo del huracán del fisco y de sobra sabían que de no escapar del país su final sería entre rejas o pagando multas millonarias por sus reiterados trapicheos financieros desde la década de los años 80. Unos y otros aprovechaban cualquier alocución pública para tachar de "revolución marxista-venezolana" a la victoria en las urnas de la Coalición de Izquierdas y que su único objetivo era desestabilizar el país y abocarlo a la ruina. Sentían amenazado su patrimonio, no sin cierta razón, y aceleraban una huida masiva tal y cómo estaban haciendo la mayor parte de los que ostentaban el poder económico en España. Entre ellos también había gente del clero que observaban con muy malos ojos como el Estado aconfesional se hacía algo más concreto que un término viendo amenazados sus privilegios, sus riquezas y su forma tácita de gobernar.
Desde el verano del año 2016 España se había convertido en una patria revanchista para todos ellos que apenas les dejaba un resquicio para seguir siendo y haciendo lo que hicieron siempre.
- Sí, puede ser buena idea. -dijo Ernesto mirando al ventanal, dando la espalda a Fidel- Tengo muy buenos amigos en el Ministerio de Cultura que pueden presionarle para que inste a la mujer con el desatino de su propósito. ¿Cómo es su nombre completo?
Fidel se lo deletreó, sacudiendo su coleta un par de veces.
- También quiero comentarte una cosa, Fidel, te lo hubiera dicho por teléfono pero dadas las circunstancias. -Ernesto se giraba levemente en su sillón mostrándole sus anchas espaldas- El brazo ejecutor, ese degenerado que nos proporcionaste, quiero que desaparezca una vez concluido su cometido. Es sumamente peligroso que siga con vida, ¿cómo lo ves?
- Estoy de acuerdo -contestó Fidel con aplomo- Si esta va a ser la última bacanal en el país, liquidarle es lo cabal. Luego nos pediría diez o veinte mil por tener callada la boca.
La palabra "bacanal" le recorrió a Ernesto la espina dorsal con un regusto exquisito que le hizo estremecerse. Escuchó dentro de su cabeza gritos, súplicas desesperadas, agonías, sangre envuelta en semen, cuerpos vibrando de placer y doblados por el dolor. Tuvo que aferrarse a los bajos de su asiento para detener una erección inminente.
- Otra cosa: tengo preparados unos arneses- añadió Fidel, taladrando detrás de sus gafas oscuras la espalda de Ernesto- que les van a encandilar a todos ustedes el día 23.
El pene de Ernesto retomó la erección. Se podía imaginar perfectamente a su miembro envuelto en la calidez del látex y atravesando el ano de una jovencita mientras se retorcía de dolor. Su pene como justiciero de la chusma marxista partiendo en dos a todas sus hijas. El placer y el dolor al servicio de la divinidad. "Redimiendo a sus putas con el dolor extremo, suplicando la muerte", se dijo y comenzó a acariciarse el pene por encima del pantalón.
Fidel sonreía cada vez más observando el bamboleo almibarado del cuello del otro.
- Me pregunto -añadió Fidel- que será de mí después de esa última vez.
Ernesto trataba de sofocar sus jadeos. Permanecía con los ojos cerrados, sudoroso, a pesar de los 21 grados del microclima, y con la boca abierta y la lengua en un bucle que acariciaba el fondo de su paladar. Quiso decir algo pero fue imposible hasta que su cuerpo dio un par de sacudidas y su pantalón se humedeció en la entrepierna. Después echó la cabeza hacia atrás, abrió los ojos para hallarse con el resplandor mate del ventanal y se recompuso algo sobre el respaldo del sillón.
- Serás un hombre rico al día siguiente, Fidel, una cuenta a tu nombre con cinco millones de euros en el Banco Nacional de Liechtenstein te estarán esperando. El mismo día 23, en el lugar convenido, te daré el billete de avión y tres mil euros en efectivo para tus gastos hasta llegar allí. Después puedes hacer lo que mejor te parezca.
Dijo Ernesto con la voz sofocada.
- Ahora vete y déjame tranquilo.
Se giró cuando escuchó cerrarse la puerta. Se levantó y, ajustándose el nudo de la corbata, se dirigió a la puerta del refrigerador que se camuflaba junto al mueble-bar. Cogió una cerveza Antartic Nail Ale y la fue vertiendo con suavidad sobre una copa de balón de medio litro.
Fidel no esperó a salir a la calle para encender un cigarrillo Benson & Hedges Gold, lo prendió en el mismo ascensor mientras descendía desde el piso veinticinco y tamborileando sobre la madera del habitáculo con sus nudillos.