Por la tarde, después de comer en el Mesón Lucio, a Baldomero y K. les tocó atender uno de los casos colaterales que suponían el meollo de su negocio.
Subían la avenida de Carabanchel Alto hacia la casa de doña Carlota, K. perlada su frente de gotitas de sudor y con el sombrero en la mano, y el otro arrastrando sus zapatones acordonados y con la chaqueta de lana burdeos colgada en el brazo.
- ¿Y sabe adónde ha echado a volar el........pájaro de los cojones?
Preguntó K., limpiándose con el dorso de la mano su amplia frente.
- Es un periquito -contestó Baldomero- Sí, se ha ido al tejadillo que tiene sobre la terraza una de las vecinas de enfrente. Anda en un rincón, el pobre, todo acojonao. Por eso quiero pasar ahora por el taller de Pepe para que nos deje una soga, de esas que tiene él para remolcar los coches cuando es una emergencia y no andan muy lejos, y que cuando te subas al tejao yo te sujete desde la ventana de la vecina de arriba que es por donde tenemos que saltar.
- Por supuesto soy yo el que salta al tejado -dijo K. con una contrariada resignación.
- Esa mala baba que se te pone cada dos por tres dice que te estás haciendo tarra a marchas forzadas. ¿Qué quieres que suba un viejo de sesenta y cuatro años y con las rodillas más artríticas que un jamelgo desechao de la cuadra? Tú eres más joven, coño, y además siempre has hecho esos trabajitos de riesgo y sin decir ni pío. No sé qué te pasa hoy. Con Nicanor has estado borde y antipático, y ahora conmigo. Lo que te digo: un viejo cascarrabias de la noche al día.
Pasaron por el taller de Pepe y les dejó la cuerda. Luego continuaron la cuesta arriba hasta llegar a lo que había sido el bar Prieto unos años atrás. "Bazar El Buda del euro", rezaba un tosco cartelón bajo el cual fumaba un hombre oriental con cara de aburrimiento.
- ¡Maldita sea mi estampa! -exclamó Baldomero, escupiendo al suelo.
K. miró uno de los balcones de los pisos encima del colmado chino, su antigua casa, la casa familiar donde habitó con sus dos hijos y Ana. Prendió un pitillo y empujó ligeramente a su socio para que continuaran la ruta.
- Lo que más siento son los años que le di de trabajo mierdoso a mi Marujita, K. -dijo Baldomero en voz baja, casi como si tratase de decírselo a él mismo- Sólo apreciamos lo que nos falta, mierda puta.
- Vamos, que quiero pillar al periquito desprevenido.
Dijo K., apretando el paso.
En casa de doña Carlota el asunto se complicó. K., amarrado a la maroma por la cintura, caminó por el tejado de uralita y cuando tenía apenas a dos metros al pájaro, este echó un vuelo torpe, casi a plomo, hasta el tejado de la terraza de abajo. Doña Carlota, enfrente, con medio cuerpo afuera de su ventana, gritaba los avatares de la acción mientras el vecindario, asomado a las ventanas cual atracción circense, lamentaba o aplaudía según se terciara. K. volvió a la carga sobre el tejadillo de la vecina de más abajo, sudoroso, maldiciendo por lo bajo a la vez que escudriñaba el comportamiento del asustado periquito.
- Pásame el sombrero, socio. -le dijo a Baldomero.
Acertó a la primera tapando al pájaro bajo la carpa del sombrero, pero tal fue el minucioso cuidado con que se empleó que perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre el tejadillo. Baldomero tensó la cuerda y evitó que se despeñara, sin embargo las rodillas de K. crujieron como cartón piedra.
Tras el ahogado grito de la audiencia, K. arrastró el sombrero y sacó de sus adentros al periquito a punto de estirar la pata de un síncope. Luego todo fueron vítores y aplausos y el llanto agradecido de doña Carlota secándose el rostro con un pañuelo de vistosas puntillas.
- ¿Qué os debo, resalaos? -preguntó la vecina, después de besar en la cabeza al pájaro y devolverle a su cárcel con alpiste.
Volvieron hasta la farmacia reconvertida en oficina. K., con las rodillas doloridas y el pantalón roto a la altura de una de ellas, se detuvo en la puerta antes de abrir. Dijo de su intención de ducharse, cenar y acostarse pronto porque mañana por la mañana iba a ir a la Cátedra a ver si sacaba algo sobre el asunto de Leticia.
- Échate un poco de Betadine en las pupas de las rodillas, que eso ayuda a cicatrizar.
- Sí, papá -le contestó K., haciéndole un saludo militar desde el ala de su sombrero magullado y sucio.
- Y de cuartos ¿cómo andamos?
K. contestó que bien, que muy bien, sin saber a ciencia cierta cuándo dinero les quedaba de los dos mil euros de Pilar Urquijo.
K. se dejó estar bajo el agua de la ducha, respirando hondo, frotándose la cabeza para que la humedad esponjase su cerebro. Sentía su pecho apurado por el humo del tabaco y sobre su hígado notaba la inflamación como un peso muerto que acostumbras a cargar. Frente al espejo, desnudo, fluctuando el vapor de agua sobre su espalda como una celestial cavidad que le esperaba, se fijó en el sarpullido de arruguitas bajo sus ojos. Se estiró la piel abriendo los ojos. De un bote azul untó medio dedo de crema y la extendió bajo sus ojos hasta que se absorbió. Luego se detuvo en su arrugado pene. Un seta mustia. Se puso de perfil y metió barriga hasta que pudo ver la punta de su miembro. Se masturbó eyaculando sin apenas erección. Su rostro congestionado se reflejó en el espejo mientras su respiración se acompasaba, ya sin la cortina vaporosa tras de él.
Luego se abrió un par de latas de atún e hizo dos sándwiches que metió en un arcón frigorífico heredado de la antigua farmacia.
Se puso un pantalón de chándal y una camiseta, agujereada por la polilla en uno de sus costados, y se fue a la tienda del chino que había en el callejón antes de llegar a la Plaza de la Emperatriz. Compró seis latas de cerveza Mahou frías. Regresó a la oficina cantando para sí, sin que las rodillas le dolieran para nada.