Los disparos de la ametralladora crearon múltiples fotogramas. Una noche incendiada que dejaba inertes para siempre los rostros de los soldados; o el movimiento lento de aquellos que estaban a punto de morir; o los que hacían traspasar las trincheras con sus gemidos y podrían considerarse los más afortunados. Los sacos salpicados por la sangre y un último tiro de gracia resonando entre el empedrado de las calles…
—¿General Lefebvre? —preguntaron al otro lado del auricular—. Al habla el general Dufour.
—Dígame, general.
—No me gusta el cariz que están tomando las últimas batallas. Ya hemos perdido París y de continuar así…
—Espere, espere… ¿De qué batallas me habla? Para haber batallas ha de haber una guerra. No sé qué tomadura de pelo es ésta, pero…
—General Lefebvre, la guerra en cuestión, es la Segunda Guerra Mundial…
El general Lefebvre agitó sus mofletes como lo haría un bulldog, torció el gesto e increpó:
—¡Oh, là là! ¡Si han pasado ochenta y cuatro años desde que los nazis invadieron Francia!
—Tenga paciencia y deje que me explique.
—Mire, repito que no sé qué tipo de broma es está, pero no pienso perder ni un solo segundo más con semejante chaladura.
—Escúcheme… No le voy a negar que parezca una chaladura… Sin embargo, le aseguro que le estoy llamando por teléfono no sólo desde mil novecientos cuarenta, sino también desde el mismo lugar en el que usted se encuentra en este instante. La diferencia es que mientras a mí me caen granadas por los cuatro costados, usted está planificando alguna estrategia con balas de fogueo. No se crea que a mí no me parece extraño todo esto. ¡Claro que me lo parece! ¡Incluso creí haberme vuelto majareta debido a tanto tiro! Escuche, escuche con atención antes de colgar el teléfono y podré demostrar todo lo que acabo de contarle. Con el alboroto, se derramó en la mesa una botella de agua.
¿Sabe lo que pude observar en su reflejo? A usted. Al principio pensé que era yo, pero fijándome mejor pude advertir que su imagen se superponía a la mía y, jamás, he gastado el mostacho que hace lucir su general. Coja el pequeño espejo que tiene colgado detrás, acérquelo a la mesa y, si no me fallan las cábalas, podrá advertirme a mí. Sí, sí, soy yo. Mire cómo le saludo con la mano.
—¡Oh, là là! ¡Increíble! ¡Inimaginable! ¡Onírico!
—Después, atando cabos, tuve la brillante idea de telefonearle. ¡No fue necesario ni marcar mi propio número! Afortunadamente, claro, pues lo normal es que hubiera cambiado tras ochenta y cuatro años como dice usted que han pasado. En fin, que aprovecho para preguntarle si nos puede echar una mano. Tal vez en su época haya habido avances en esto de guerrear. Afuera, en la calle, el panorama es desolador; aquí, en el cuartel, no creo que pase mucho para que acaben con todos nosotros.
—General Dufour, avances estrictamente balísticos, por supuesto que los ha habido. En estrategias militares, sin embargo, su época y otras pasadas siguen siendo un referente para nosotros. Debo comunicarle por lo tanto, que la única ayuda que les puedo ofrecer es la moral.
—No sé si a mis hombres les gustaría escuchar esto. Yo, sin embargo, le insto a pensar que aunque hayan pasado ochenta y cuatro años, Francia continúa siendo su madre patria y ésta le agradecerá una manita. Si consigue sacarnos del atolladero quién sabe si no cambiará el transcurrir de tan atroz guerra. No conozco como terminará y prefiero prolongar esta ignorancia; aun así, me da lo mismo que llegue a alterar el rumbo de la historia. Lo único importante son las almas de cada uno de los inocentes; los niños que no nacerán pudiendo hacer grandes cosas en nombre de la humanidad; el simplemente privarles de vivir. ¿Me oye general Lefebvre? ¿Puede oírme? ¿Nos ayudará, general?