—Cervilundo, señor mío, mira quién asoma por la esquina.
—Ni por asomo imaginé que asomar por aquí se atreviera este bravucón, que con inquina quiere desafiarme después del robo. Pues que se prepare esta gota de agua que yo soy malecón.
—No se te ocurra entrar como el pez a la mosca. Tú lo has dicho: viene a desafiarte, a pavonearse para seguir con la burla. ¿Y sabes lo que después ocurrirá? Vuestra merced será el hazmerreír del lugar.
—¿Qué debo hacer entonces con el pavo? ¿Pasarle sus propias plumas por las narices?
—Y cocinarle. Y para cocinarle, señor mío, habrá de seguir un orden natural: primero causarle muerte y después, por supuesto, para no atragantarse, proceder al desplume. Recuperarás tu honor de buena suerte, pero habrás de trazar un buen plan. Él pretende que actúes con la premura del calentón para que caigas ante su primera zancadilla. Así él será más pavo y tú, sin llegar a modista, te quedarás en modistilla. Retirémonos a pensar en buena hora, Cervilundo, que tan ciervo te dejó que las ideas pesan igual que las astas y no discurren como debieran.
—Bien hablas y mejor aconsejas, que por algo eres mi consejero y por ello te pago de buen gusto.
Retiráronse por lo tanto, mirando con desconfianza hacia los lados y tras asegurarse que estaban a solas, dijo el consejero:
—Ahora que nadie nos escucha, escucha con atención, que esto que escucharás habrás de hacer a pies juntillas de querer salir victorioso. Si te bates en duelo con tu enemigo, tú mismo serás el que descubras los aún ocultos, aunque ya tuyos e inamovibles cuernos. No hagas que despunten que de rajar la piel causan dolorosa herida. Mátalo a traición igual que el ladrón hizo al robarte la llave del cinturón que a tan buen recaudo tenías. Una, dos, tal vez diez cuchilladas, que eso es algo de lo que te habrás de dar cuenta; pues no necesitan las mismas un cerdo que una gallina y éste no pasa precisamente de babosa o, a lo sumo, caracol. Si se marchita la rosa, todos pensarán que le faltó agua aunque la vean cortada desde hace días. Por lo cual, mejor que cuchillada, utiliza cicuta o cualquier otro veneno que no deje rastro.
—Me quedo con el cianuro.
—Me decanto por el arsénico: a nada sabe y en la copa no se ve. Consumado el asesinato no desaparezcas o levantarás sospechas. Hazte el sorprendido y si es necesario, llórale como si fueras su madre o, mejor todavía, un familiar lejano por aquello del «ni tanto ni tan calvo».
—¿Y veré mi honor reintegrado?
—Eso nunca se reintegra pero el matarlo, créeme, te causará gran gustazo.
—Pues si es verdad que sentiré tal gustazo, matarélo. Y cuando esté a punto de caramelo diciendo sus últimas palabras, retorciéndose del dolor y viendo cómo se le escapa el último aliento de la garganta, le mostraré el bote vacío del veneno. No escatimaré en tan preciado líquido para que no me tenga por tacaño. Que vea en mí la generosidad que por los caminos desprendo, desviviéndome sin freno hasta con el mayor de mis enemigos, que con él compartí mujer y ahora le doy todo el veneno sin querer para mí ni una sola gota.
¡Ah, ruin pichabrava, se acerca mi venganza! ¡Ah, vil picaflor, ya llega la matanza!
—Bien hablaste, Cervilundo.
—¡Bien me aconsejaste, consejero!