30 de septiembre 2020

Volvía en el metro, Malasaña hasta Cuatro Caminos, con mi corazón repartido entre tres personas: un paseador de perros, una señora, compañera casual de andén, y mi profesor de Traducción porque, como le pasa a Carmen Quinteiro, yo también soy de enamorarme varias veces al día. Ocho años después el recuerdo de aquel otoño con su invierno, sintiendo entre desconocidos una amabilidad que me hacía mucha falta, permanece tan vivo como Indiana, el caniche blanco, compañero de piso y de paseos cerca del Bernabeu.

 Madrid tiene, como muchas otras ciudades grandes, algo indefinible que hace que la ames y la odies en un viaje de ida y vuelta continuo. Es amable y dura; a veces, tan rápida que vuela y otras, insoportablemente lenta. Tiene grandes zonas verdes y una nube de polvo que cubre los coches incluso dentro de los garajes. Tiene un sol que hace más azul el cielo y un frío seco que llega de la sierra para cortarte la piel y concentrar tu morriña en la humedad de la que solías quejarte. Madrid es barrio y urbe. Es oportunidad e incordio. Engancha y cansa.

Todos los que nos hemos vinculado en algún momento a ella, de paso, hemos dejado algo nuestro allí y lo que le sucede después se siente como si continuase siendo propio.

Dolió como nunca cuando los trenes de la muerte se pararon en Atocha, en Sta Eugenia, en Téllez y en el Pozo aquel 11 de marzo de 2004 y todo se detuvo. Fue atravesando el duelo y saliendo de él, reinventándose a la fuerza. Ahora vuelve a sufrir, con la epidemia COVID, desde otro marzo nefasto. 

A Madrid la están rasgando, están dividiéndola los responsables públicos que debieran velar por ella y eso tiene su reflejo en la gente de a pie. Desde la distancia, no se entiende.

 No se comprende que decir Madrid sea decir de nuevo Zona Cero. Que se fomente el rechazo hacia ella, la crispación y el miedo. Que deje de ser referente, en la creencia quizá, de que denigrar lo central, revaloriza lo local.

A Madrid la queremos porque está hecha de madrileños, pero también de todos los que, llegando de provincias, la admiramos sin complejos y nos sentimos un poquito más libres allí.  Está hecha de inmigrantes y de nativos, de gente que va y viene y de residentes; del esfuerzo de todos. Enfrentar ahora Vallecas a Núñez de Balboa, cuando hay tanto en juego, es volver atrás, es dejar demasiado espacio al resentimiento cuando el espacio es más importante que nunca. Ya nos basta con la distancia social impuesta. Todos contamos, allí y aquí. 

Guardar rencor a un lugar que acoge a todo el que llega, cada uno con su suerte, solo porque sea más grande, porque sea capital y epicentro de tantas cosas sería anteponer el orgullo al agradecimiento. Uno puede ser de provincias, a mucha honra, y al mismo tiempo reconocer que la capital le ha ayudado a crecer. En ambas estamos, al fin y al cabo, de paso.

Duele ver la falta de acuerdo entre el Ministerio de Sanidad y la Comunidad Autónoma para proteger la capital, las deserciones en una guerra que, a la fuerza, es de todos. El enemigo es un virus, no Madrid. Duele cambiar aquel slogan, popularizado en los noventa, “De Madrid al Cielo” por el palabro de nuevo cuño,” madrileñofobia”. 

Duele ver una ciudad tan viva, sin vida: Alcalá, Gran Vía, Ciudad Lineal o Usera, da igual por mucho que nos empeñemos en enfrentar zonas: todo es Madrid. Es cierto que la enfermedad hace más patentes las desigualdades, pero éstas no van a desaparecer con cizaña. 

Se están vaciando los cines, los teatros, los museos; la ciudad se ha quedado callada, aturdida entre tanto murmullo partidista y oportunista, que aprovecha una pandemia para abrir una zanja entre norte y sur, entre centro y periferia, en lugar de trabajar para que se comuniquen mejor que nunca.

Qué pena y qué vergüenza que nadie se ocupe de Madrid como se merece, qué pena que lo central y lo local prefieran ser antagonistas en lugar de colaboradores. Qué increíble resulta que quien tiene la facultad de hacerlo no encuentre una fórmula para conciliar salud y economía y la única opción sea morirse de enfermedad o de hambre.

 Sabemos cuál es el problema, no hace falta crear otros nuevos ni remover los que ya debieran estar superados. Solo debería haber un objetivo: soluciones.
Madrid es la prueba de que no vamos a ser mejores después del COVID y duele por lo que es y por lo que significa, porque odiar a tu vecino no mejora tu casa. Porque odiar Madrid no hará que a las otras Comunidades nos quieran más. 

Aquí, al norte, cerca del mar que le falta, también sentimos su dolor.