De cuando me vistieron de militar (4ª parte)

27 de julio 2021

Sin lugar a dudas, el año 1978 iba a ser determinante en la historia de España. Mientras en aquellos días yo digería mi próxima incorporación al servicio militar obligatorio, el país se preparaba para aprobar la Constitución española a finales de ese año para legitimar el cambio a la democracia tras la dictadura franquista. Adolfo Suárez, presidente del Gobierno, líder del partido Unión de Centro Democrático, y Fernando Abril Martorell, vicepresidente de Asuntos Económicos, junto al resto de las fuerzas políticas iban a lidiar ese cambio a la democracia.

En ese año 78 todavía se andaba inmerso en lo que se llamó la Transición española y en el ejército, sobre todo tras la legalización del Partido Comunista en 1977, las primeras elecciones sindicales libres, en febrero del 78, y la violencia del grupo terrorista ETA que no cesaba, había un ambiente bastante enrarecido. En el RAMIX 30, imagino al igual que en resto de cuarteles de la ciudad, los militares nostálgicos del régimen franquista eran mayoría. Se miraba al presidente Suárez como un traidor, dada su trayectoria política junto a Franco, y al general Manuel Gutiérrez Mellado como un judas, ya que fue Comandante General y delegado del Gobierno franquista precisamente en Ceuta, y ahora era pieza fundamental en la Transición democrática. Esos dos hombres desquiciaban a todos aquellos militares, sobre todo a los de la vieja escuela, que habrían apoyado cualquier involución hacia otra nueva dictadura militar. De hecho, ese mismo año 78, hubo un amago golpista denominado "Operación Galaxia" que se desbarató casi antes de comenzar. Sin embargo, sería la antesala del vergonzoso 23 de febrero de 1981.

He hecho esta introducción para condensar la atmósfera de repulsa a los políticos que se respiraba entre la mayoría de los mandos militares ese otoño de 1978. Tras las escaramuzas de las bromas de los veteranos, escuchábamos voces antidemocráticas que recelaban de cualquier soldado como "comunista desestabilizador y disgregador de la madre patria".

— …..Esta España Una, Grande y Libre.

Como escucharíamos en tantas ocasiones a mandos militares con el rostro congestionado y la ira espumosa en la comisura de los labios.

En la segunda noche de nuestra nueva vida cuartelaría se nos comunicó lo que iba a ser una constante en el primer mes en el cuartel de artillería: las marchas nocturnas. Los veteranos nos decían que "eso era la ‘pastilla’ por ser chinchorros". Comprendimos posteriormente que eso de la "pastilla" en el argot de la tropa militar ceutí significaba algo así como "dar la lata", "el coñazo", o "ser pesado para imponer jerarquía".

Las marchas nocturnas, de las cuales sólo sufrí dos, eran unas rutas de unas dos horas en los que la tropa de una batería recorría los barrios marginales de la ciudad limítrofes a la frontera con Marruecos. Hadu, El Principe o Benzú formaban parte de la caminata, barrios musulmanes fronterizos que se consideraban como potencialmente peligrosos para el dominio español del enclave ceutí, siempre temeroso de otra nueva "marcha verde" marroquí. Esas barriadas no eran otra cosa que guetos sucios y destartalados donde se apiñaba la mayor parte de la población musulmana. Los pocos que nos observaban a aquellas horas lo hacían con un escepticismo no exento de irritación, pues estaba claro que se los hacinaba en aquellos suburbios como ciudadanos de segunda clase. Nos acompañaba el único tanque de la ciudad, un vehículo destartalado cuya misión diaria era dar vueltas y vueltas en paralelo a la frontera para, se supone, dar una imagen de potencial blindaje militar.

En esa primera marcha, sudando a chorros, entablé conversación con Antón Fernández, el que sería cabo furriel en poco menos de unos días. Trabajaba en una gestoría en Madrid, aunque él era extremeño, y conocía a alguien importante del cuartel por lo que pude entresacar de su conversación. Era un joven de mirada vacuna, ojos verdosos de fijación demorada e inexpresiva, de hablar educado y de convicciones bastante antimilitaristas, dentro de lo poco que te explayabas en aquellos primeros días pues desconfiabas en general. Ese diálogo nocturno me iba a servir para encontrar un destino inesperado dentro del cuartel.

Dentro de esa primera semana de experiencia cuartelaría, hice mi primera guardia. Lo cierto es que nadie nos explicó en qué consistía esa vigilancia, o estuve bastante distraído el hipotético día, el caso es que me encontré cubierto con un correaje repleto de cartucheras, alojando pesados cargadores, y un Cetme con bayoneta montado en un camión militar con destino a Valdeaguas bajo. En Valdeaguas, bajo y alto, se ubicaban los polvorines generales de Ceuta que eran custodiados, por turno, por todas las tropas acuarteladas en la ciudad, a excepción del contingente de la Comandancia Militar. Se encontraban en la carretera del Monte Hacho, en los primeros kilómetros de ascenso, junto al cementerio musulmán, diferenciándose el "bajo" del "alto" en que aquel estaba cercano al mar y el otro se elevaba un par de kilómetros en la serpenteante carretera. En el cuerpo de guardia se sorteaban los turnos y a mí me tocó uno de los peores: de 2 a 6 de la tarde y en las mismas horas de la noche. La tarde la pasé en completo aburrimiento, mirando el vaivén de un mar calmoso o la tupida y montaraz vegetación del Hacho o siguiendo a los pocos vehículos que ascendían por la carretera. Me contarían después, pero que nunca tuve la certeza, que en la cima de ese monte se hallaba la cárcel militar de Ceuta y que cualquier infracción grave podía condenarte a esa especie de Castillo de If aunque no te llamases Edmundo Dantés. En el RAMIX 30 también había cárcel, una transitoria para faltas menores, con la salvedad de que podías coincidir con delincuentes civiles comunes pues la policía carecía de espacio para ese cometido.

La noche fue diferente. Siempre tuve un miedo irracional a la oscuridad y, aunque trataba de disimularlo con el paso de los años, aquella noche me encontraba completamente solo y en una garita que daba al boscaje del Hacho. Entre cánticos agónicos en musulmán desde el cementerio y los ruidos propios de un bosque selvático, apretaba los dientes tratando de pensar inútilmente en cosas positivas y felices. Veía la mirada descarada de los búhos deslizándose por la abertura horizontal de la garita, escuchaba las pisadas sigilosas de cuerpos volátiles, me asustaba con el vuelo imprevisible, de increíble magnitud, de los búhos como si fuese un pterodáctilo que pretendía engarzarme con su pico, de la mano que podía aferrarse a mi hombro y degollarme……. Y el tiempo pasaba tan lenta y soporíferamente.

Esa pesadilla debía estar atormentándome cuando el teniente de guardia me movió con el pie en el suelo de la garita. "Soldado, ¿sabe lo que significa dormirse en una guardia?", escuché aterido, todavía confundido entre el sueño y la realidad. Su voz me sonaba a ultratumba, lejana y al tiempo demasiado cercana, esclarecedora. "¿Es su primer servicio de guardia?", volvió a preguntarme cobijándose en las sombras rojizas de la madrugada. "Sí, mi teniente", contesté tartamudeando y temblándome las piernas. Tiempo después sabría que el teniente Ruiz era un hombre de pocas palabras y de gesto benévolo que me salvó el tipo en aquella primera guardia, aunque las pasara canutas las horas posteriores dándoles vueltas al asunto.