Con frecuencia creciente, y ya desde hace algún tiempo, los periódicos incluyen una sección conjunta de cultura y ocio. No puede ser casual. En los tiempos que corren interesa que se hagan indistinguibles estos conceptos. Desde siempre muchas manifestaciones culturales (reflexionar acerca de la definición de cultura es una tarea sobre la que se ha teorizado mucho, acaso por su dificultad enorme) han sido espectáculo (qué es si no el teatro). Ocio, también. Lo que sucede es que el ocio, la distracción banal, gana terreno frente a manifestaciones culturales consideradas como más “serias”. Vargas Llosa en su “ La civilización del espectáculo” expresa su temor a la desaparición de la cultura en el sentido tradicional. Guy Debord en “La sociedad del espectáculo” se anticipó a la banalización de la sociedad buscada por el poder como medio de adoctrinamiento y adormecimiento del ciudadano. Cercano quizás al Marcuse de “de la alienación de conciencia es difícil escapar”. Si bien un tipo de contracultura ha debido existir siempre. Mucho antes de Baudelaire, incluso.
Se puede ser culto y analfabeto al mismo tiempo porque la poesía se siente solo con oírla, sin saber leer. Y la música, apañados andaríamos si únicamente les llegase a los que entienden un pentagrama. Se sienten las emociones sin conocer los códigos. Lo que sucede es que quien conoce los códigos es menos manipulable y su capacidad de libertad de elección, mayor.
Vázquez Montalbán opinaba que “a partir de que son conscientes de su situación y de sus relaciones con los congéneres y la naturaleza, todos los seres humanos tienen una cultura”. En el dilema cultura como patrimonio o cultura como conciencia, Montalbán se inclina a añadir al patrimonio cultural una conciencia crítica.
En los teatros de Nueva York y en los de la Gran Vía de Madrid representan más ahora grandes comedias musicales que a Chejov o García Lorca, cuyas obras acaban en pequeños teatros para minorías cultas que pueden acabar siendo tratadas como esnobistas. Ludwik Margules, reconocido director, decía: “El teatro es una maldición que yo cultivo. Odio la ornamentación, la pirotecnia, busco el comportamiento humano que siempre es misterioso, que está oculto”.
Cada vez es más frecuente que el libro figure como ornamentación, como adorno, en grandes escaparates de tiendas de moda, en los Campos Elíseos o en pequeños comercios locales. Muchos de esos libros no tienen contenido, son sólo tapas, contenedores. Incluso en Librerías grandes, al entrar nos encontramos con montañas de libros de los mismos autores. Yo he llegado a ver un autobús urbano todo él envuelto en la publicidad de un conocido escritor español. Venden más porque se anuncian. ¿Es la siempre empalagosa publicidad la que genera las ventas?