Ayer mi amiga María me dijo una de las frases más sabias que he oído: "Cuando se muere alguien a quien queremos, vuelven a morirse todos los que se nos han ido ya"
Lo hacía para explicarme la tristeza tan profunda que sentí con la muerte de Antonio Lourido.
Antonio era el marido de Ángeles; el padre de Anxo, uno de los socios de Pontevedraviva , amigo muy querido; y de Irene, presentadora del Telexornal fin de semana de la TVG.
Voy a echarle de menos porque, independientemente de habernos conocido a través de sus hijos, nos unía una amistad muy bonita. Nada teníamos en principio de lo que tradicionalmente hace amigas a dos personas: ni la edad, ni un círculo común o familiar, pero supimos que íbamos a caernos bien, desde la primera conversación que tuvimos en la calle, mientras paseaba a Scott, el setter irlandés de la familia, que estará ahora recibiéndole, loco de alegría.
Donde realmente nuestra amistad se hizo fuerte fue en la playa de Chancelas dónde ambos tenemos casa. Digo tenemos, porque aún me cuesta hacerme a la idea de que ya no está.
Recibí la noticia insospechada de su fallecimiento en el aeropuerto Adolfo Suárez, ya subida a bordo de un avión, sentada en mi asiento y a punto de volar hacia Vigo. No lo podía creer. Solo quería que despegásemos y se apagase por fin la señal de cinturones para irme al baño a llorar. Cosa que no conseguí o porque durante un shock, las lágrimas no salen.
María, mi amiga, resumió en su frase por qué me ha afectado tanto la muerte de Antonio; seres queridos que, con su marcha, recuerdan la de otros seres queridos. Con él se van también sus conversaciones con mi padre en la playa, se va el tiempo en que sus hijos y yo éramos eso: hijos. Ahora, vamos dejando de serlo.
Me afectó su muerte, además, porque Antonio era mi vecino de playa favorito, con quien descubrí la planta del fisal que me regaló para el huerto. La primera persona que, siempre sonriendo, me daba los buenos días, más bronceado que nadie y con su gorro de paja.
Nunca se nos acababa la conversación y siempre nos bañábamos cuando los demás aún se lo estaban pensando. Era profundamente sociable. Siempre tenía una palabra amable y graciosa para todos, daba igual que fuesen niños, adultos, mayores o perros.
Sus últimos meses fueron muy duros y habíamos dejado de vernos, así que le enviaba audios a través de Anxo, por si pudiese escucharlos y le aliviasen algo la pesadez de estar ingresado.
Había vuelto a casa, coincidiendo prácticamente con el día de mi cumpleaños y yo me alegré de que otra casualidad nos fuese a unir de nuevo. Pero no ha podido ser. Deseo de todo corazón que esté en paz y que nos siga acompañando desde otro lugar.
No se me ocurre mejor homenaje que escribir hoy mi columna, de la que era lector y crítico constructivo, y recordarle a Irene lo orgulloso que se sentía de ella y lo ilusionado que estaba con André, su nieto; decirle a Anxo lo que admiraba su trabajo, aunque nunca presumiera de él para darle a su hijo ese ejemplo de sencillez que él tan bien ha sabido recoger.
La playa ya no será la misma sin él, pero su recuerdo estará conmigo siempre que vuelva a bañarme en el mar a mediodía, siempre que comparta con mis amigos el fruto ácido de un fisal, y siempre que me ponga el sombrero para protegerme del sol. Ese sol que tanto le gustaba aprovechar para secarse al calor del muro de casa, y que ya empieza a quemar ahora, tan antes de tiempo, igual que se nos ha ido él, no por edad, sino por ganas de vivir.
Me queda el consuelo de que lo ha hecho como quería: discretamente, rodeado de su familia y en su rincón favorito del mundo.