¡Cronch! (5ª parte)

31 de mayo 2022

Aunque la doctora le sugirió que no mezclara el alcohol con las pastillas, él no dejó de beber. Llegada la hora, no fue capaz de negarse al trago porque la angustia le impelía a la bebida a base de una desazón que no encontraba límite. Los efectos podrían acarrearle mayores perjuicios, sin embargo ya estaba llenando el vaso, sintiendo cómo se mitigaba la alteración en oleadas de dulce sosiego. La simple vista de la transparencia de la ginebra cayendo en el vaso fomentaba la tregua.

El primer sueño, henchido de alcohol y ansiolíticos, era profundo, breve, proclive a activos ensueños.

 

 

EL SUEÑO DEL CRONCH

 

 

Las aguas estaban calmosas, estancadas alrededor de una infinitud en la que rielaba el sol formando horizontes indefinidos, fluctuantes. La barca avanzaba lentamente con los remos recogidos empujada por una brisa casi imperceptible. Él, tendido boca abajo, mostraba su perfil tostado con la boca entreabierta. Cuando despertó, hizo visera con la mano y escudriñó todas las direcciones a su alrededor. Luego, se inclinó sobre el filo de la barca para mojarse los labios. Escupió los restos de agua y se limpió la boca con la manga de su roída camiseta. Tomó los remos con parsimonia y comenzó a moverlos a un ritmo pausado, sin importarle rumbo alguno. Los remos entraban y salían de las aguas removiendo una solidez aceitosa que se aquietaba con prontitud. Tras un tiempo indefinido, le pareció vislumbrar una lejanía concreta. Se incorporó en la barca para centrar sus ojos. Los implacables rayos solares estorbaban su visión pero perseveró, con la visera de sus manos ayudándose, hasta que tuvo la certeza de ver una isla. Fue abriendo una contundente sonrisa que terminó en una alocada risotada. En la isla lejana una multitud parecía haberle avistado ya que movían algo así como pancartas o banderas en la misma dirección que la embarcación. Saltó varias veces sobre la barca mientras agitaba sus manos y se desgañitaba con exclamaciones de júbilo. Tomó los remos y, ahora sí, comenzó a accionarlos con brío. Musitaba algo para sí al tiempo que marcaba el ritmo de su avance. Cada vez estaba más cercana la tierra. Le llegaban las voces de las gentes cada vez con mayor nitidez. Escuchaba el repicar de su corazón y el silbido de su resuello como si fuese una sinfonía hermosa, cautivadora. Parecían esperarle desde la orilla, engalanadas las gentes, vibrantes desde sus rostros eufóricos. Sin dejar de remar, miró al cielo y, prescindiendo por un momento de su ateísmo, invocó a las alturas por aquel regalo imprevisto. ¡Había regresado a la vida! ¡Tenía una nueva oportunidad! Se juró aprovecharla esta vez y no volver a naufragar nunca jamás. Remaba más y más fuerte, hincando las palas en las densas aguas. Cuando apenas le faltaban veinte o treinta metros para alcanzar la playa, a la vez que escuchaba nítidamente ya las exclamaciones de ánimo de los que esperaban su llegada, detuvo la marcha. La barca, al pairo, se quedó clavada en las aguasa grasientas. El leve viento de antes había desaparecido. Desde la quietud, miró otra vez la playa: la muchedumbre enfebrecida, el sol regando amarillez perturbadora, la certeza de un nuevo comienzo, y sintió ese pánico inconmovible. Lo reconocía tan bien que parecía olerle, masticarle; una mano inmensa ensombreciendo su figura y apretándole el cuello con detenimiento. Ahogo, miedo, renuncia. Cuando se percató que la muchedumbre asaltaba las aguas para acercarse a la barca, tuvo una enloquecida reacción. Él no mandaba en su cuerpo. No era nadie. Eran sus manos, más fuertes que nunca, las que aferraban los remos y los movían para alejarse de la isla. ¡Era necesario escapar! ¡Era imperioso dejar la tierra! ¡¿Quién era él para que tanta gente le vitoreara, le esperara?! No era real. Eso no podía ser real para él. Era necesario irse de allí. No mirar atrás, huir. Todo había sido un espejismo. Pero la gente seguía llamándole, esperándole, y la barca tenía tendencia a la orilla. Logró mirar hacia la isla. Una sola vez. Una sólo. Estaba allí, un poco más lejana, pero visible y repleta de personas. Sus manos volvieron a su frenético bogar mientras un pedazo de su mente sufría impotente. Alarmado, escuchó un chapoteo. Varias personas se habían lanzado a nadar hacia la barca. Los callos de sus manos se habían ajado y la sangre se deslizaba por los remos. Pero no podía detenerse. ¡Llegarían a la barca! ¡Tendría que dar respuestas! ¡Enfrentarse a ellos! ¡Hablarles! Giraba la cabeza aturdido, preso de una inquietud que le borboteaba en la cabeza. Más deprisa. Más. Más. Más. ¡Le salpicaban las gotitas de agua de las brazadas de ellos! Estaban tan cerca. Se notaba desfallecer. Sus músculos se agarrotaban. El sol abrasaba. ¡Noooooo!

 

 

 

Sentado sobre la cama sentía la frialdad de la chaqueta del pijama empapada de sudor. Fatigado, intentaba recuperar el pulso de su respiración. Se llevó las manos a la cabeza para apretársela lateralmente e intentar paliar el zumbido. Su mujer dormía indolente a su lado. Era la 1: 17 de la madrugada, según comprobó en el reloj digital. Se levantó invadido por una zozobra que parecía aumentar. Fue al cuarto de sus hijos y comprobó que dormían. Bebió agua en la cocina. Dos vasos. Desde la ventana, la noche circulaba pasiva en la calle. Intentaba tomar aire y soltarlo lentamente, pero no era posible: un nudo en el pecho le achicaba los pulmones. Abrió la ventana y dejó que el frío aire de enero entrara. Le hacía bien. Sin embargo, sus manos temblaban y su garganta era toda aridez. Estaba asustado, muy asustado, sin poder manejar sus pensamientos, sin lograr ordenarlos. Recordó el sueño. Recordó que mañana tendría que ir a trabajar, levantarse en apenas unas horas. Se asfixiaba. Un tropel de sensaciones se mezclaba con temores, recuerdos, frases inconexas. Escuchaba murmullos dentro de su mente, sonidos a su alrededor que entraban y salían de él a su antojo. Hundió la cara entre las manos y se frotó la frente con pujanza como si desease sacarse algo enorme y, a la vez, frágil y escurridizo. El minutero del reloj de la cocina marcaba un ritmo que le taladraba. Comenzó a ir y venir a lo largo del habitáculo por el mero hecho de considerar que sus músculos le obedecían. Duros, contraídos, creía oírlos estirarse y encogerse. Se dejó caer en la silla junto al frutero y, tras inspirar con ambición, comenzó a sollozar al tiempo que iba soltando aire.