Cuando ella entró en la cocina, le tenía preparado su zumo preferido, con una pajita recostada en el vaso y una rodaja de naranja atravesada en el filo. Él se había tomado una segunda dosis de alcohol por lo que se encontraba bastante bien, alejado del mal que le confundía el resto del día.
— No sé lo que tienes que contarme pero, bueno o malo, lo has envuelto de una manera seductora.
Ella lo dijo sonriendo, llevándose el vaso a los labios, cautivada por un detalle que ya no abundaba en su matrimonio.
— Me alegro -contestó él, elevando su vaso a modo de brindis- Verás, quiero ir al grano lo antes posible. Me cuesta horrores hablar de ello porque….. En fin. Llevo unos días que no me encuentro bien; nervioso, confundido, como si todo lo que me rodea fuese una amenaza. No sé, me cuesta explicarlo. Como si estuviera perdiendo la chaveta.
Explicó esto último tratando de forzar una sonrisa.
Lo cierto es que en esos momentos no se encontraba mal, todo lo contrario. El alcohol corría por sus venas apaciguando su cuerpo y su mente. La síntesis que le acababa de decir a su esposa era algo lejano, algo que le había pasado pero que pudiera no volver a ocurrir. Tan sólo su empecinamiento por relatarle su estado tras la charla con Adrián, le volcó a tratar de explicarlo. Cuando acabó la frase pensó, observando el gesto repentinamente serio de ella, que no debía haber hablado. ¡No se encontraba tan mal, joder! ¡Ya no!
— Sé por dónde vas -dijo ella, adoptando un rictus que curvó sus labios- Estamos mal, yo también lo sufro. Todo ha cambiado desde hace unos años.
No, no, no. No quería ir por ese derrotero. Se querían como siempre, no eran para nada el caso de su compañero de trabajo.
— Deberíamos ir a un especialista que nos ayudara -continuó ella- No somos un caso único, muchas parejas tienen nuestros problemas pasada la primera época. Pero todo puede tener so….
— ¡Nosotros no estamos así! -cortó él tajante- Me niego a que mi alterado estado sea cosa de nuestro matrimonio. Además, ya me encuentro mucho mejor. Muchísimo mejor.
Ella escudriñó el tintineo de los hielos en el vaso de él como si fuese el sonido de una alarma reveladora. Luego, levantó los ojos hasta los de él.
— ¡Oh, Dios! ¿Vas a mortificarme otra vez con la bebida?
Ella fue hasta la mesa para dejar su vaso. Se escuchaba el chapoteo de los niños en el baño.
— Voy a secar a los niños -musitó.
— ¿Así damos por concluida la conversación? -preguntó él, comenzando a sentir oleadas de pánico en forma de palpitaciones.
— Mañana tendrías que pedir cita con el médico de familia como primer paso -comentó ella, yéndose hacia la puerta- Si lo deseas, puedo acompañarte.
— ¡Haré lo que me dé la gana!
La había gritado. Estaba furioso. Ella le había sacado de sus casillas entrometiendo su convivencia en su situación desequilibrada. ¡No era así! ¡Estaba equivocada! ¡Todos estaban equivocados! Era algo pasajero que se mitigaría poco a poco.
Los dos niños, asomados en el marco de la puerta del aseo, miraban asustados la puerta de la cocina.
— Vamos, id para adentro que os vais a enfriar -dijo ella cuando salió al pasillo.
Se dio la vuelta antes de ir al baño y dio un paso hacia él. Trataba a ajustar la expresión para no irritarle más.
— Te acompaño al médico mañana. Todo irá mejor, ya verás.
Dijo la frase con toda la calma y convicción que fue capaz.
Él asintió para sí cuando ella ya estaba dentro del aseo.
La doctora, tras escuchar con flema rutinaria su relato, le recetó unas pastillas. "Suelen tener buenos resultados en casos como ese estado de ansiedad que padece. También le recomendaría que hiciera yoga o pilates, natación, caminatas, algo relajante que le ayudara casándole físicamente. Y, por supuesto, deje el alcohol; con este medicamento es altamente incompatible.", le dijo tendiéndole la receta.
— Probaremos -le dijo ella. Estaban sentados en la mesa de una cafetería que iban a menudo tras las visitas tempraneras al médico. Tomaban unos cafés con unos churros- Perdona lo de anoche. No debí mezclar nuestro matrimonio con tu ansiedad aunque los dos sabemos que no dije nada del otro mundo. Pero no es el momento, ahora necesitas todo mi apoyo.
Estaba cansado, agotado por apenas dormir un par de horas, sin embargo las palabras de ella eran un bálsamo. Comprendía que necesitaba su amparo para afrontar esa colisión que hervía en su interior. Ese chasquido. Ese cronch.
Quiso decir algo pero su boca seca se lo impidió. Tenía la lengua áspera, pegada a un paladar árido, y los labios bordeados con escama blanquecina.
— ¿Has pensado coger unos días de vacaciones? -preguntó ella, a la vez que con la mirada le invitaba a que diera un buche de café- Sería un buen momento ya que me has comentado que en el trabajo todo anda demasiado ajetreado últimamente.
Quiso sonreír irónico pero no pudo. Sentía correr el café por su boca y garganta como si se tratase de un oasis ingente. Entornó los ojos con delectación recuperando sus zonas anuladas. Por la espalda, empapada de sudor, soplaba un aire frío venido del trasiego de la puerta de la cafetería.
Iba a contarle su visita al jefe de recursos humanos, pero decidió omitirlo. Prefería hablar de naderías en ese preciso momento en que estaban solos con los niños en el colegio. Paladear el momento. Hacer planes aunque nunca se realizaran, reír juntos por algún recuerdo mutuo, pensar en viajes, en alejarse de la rutina y perderse en una ciudad desconocida con sitios nunca vistos en los que poder disfrutar, hacer el amor sin prisas, correr, sentir, andar, reconocerse en los besos, habitar la vida de nuevo.
— Bueno, tengo que irme al trabajo -dijo ella, levantando la mano para llamar al camarero- Les dije que faltaría a primera hora y veo que me voy a pasar un poco.
Las obligaciones ineludibles. Una sombra tenebrosa y helada le abrazó con voluptuosidad. Le procuró un ahogo que trató de disimular carraspeando.
— ¿Coges el metro? -le dijo ella.
— No, no. Prefiero el autobús aunque tenga que tomar tres. Te veo luego.
Se rozaron los labios en la puerta de la cafetería.
Sintió ganas de vomitar. El aceite de los churros se le antojaba como una balsa oleaginosa que encenagaba sus intestinos descolgándose en un pringue que le envolvía el cuerpo. Caminaba hacia la parada del bus a trompicones, notando la zancadilla del viento frío, percibiendo el aliento de un mazacote que intentaba cruzarse entre sus labios, asfixiarle, negarle un respiro.