Tampoco es un ente dilucidado que se encuentre en la psique del individuo por ser innata potencia espiritual, sino que procede de lo externo a la persona, pertenece a la estirpe y catadura del desarme moral impuesto desde el exterior, y ganado a pulso con todos los avíos de la ideología: anteojeras, prejuicios, salvas y reservas mentales. Espacios vacíos de reflexión para preservar y ocultar dos cosas: todo lo que se ignora, por un lado; y por el otro, esconder la profundidad a la que se encuentra la baratija de la envidia social que ocasionalmente se muestra al exterior en superbia mentalis, generada por el amparo y pertenencia a un grupo o colectivo que enmascara la vergonzante pulsión.
El motor de búsqueda googleliano de la tropa colectivista es la implantación de la igualdad. Esta caldera alimentada en la teoría marxista del XIX, aplicada en las terribles dictaduras comunistas del XX mientras la intellgentzia quedaba embobada en las tarimas y a la vez que su teoría imbécil se aplicaba para masacrar pobres bajo su hoz y su martillo, sociedades en busca de igualdad construidas a base de cárceles, torturas, gulags y asesinatos. Hoy aquella imposición a sangre y fuego de la igualdad se manifiesta en España en forma de caricatura, una caricatura con ropajes y apariencia de profundidad, ética, estética y política, pero que no disimula la voracidad con la que parecen aspirar a sorber el ya Bienestar del Estado, primer estadio de la igualdad. Para ello se aplican y quieren aplicar a la moderna sociedad española más torniquetes a la libertad acompañado de todo tipo de herramientas de control en un asunto que se produce en el seno de sociedades democráticas, estas viejas sociedades que vienen desarrollándose desde finales de la II Guerra Mundial en su mayoría, y disponen, por tanto, de un peso específico inigualable en la libertad personal, en la igualdad ante la Ley y en el respeto a las instituciones.
El arsenal con el que el colectivismo suministra las diversas andanadas nace de la desigualdad constituida en catapulta. La desigualdad, real como la vida misma, es la manifestación natural de las distintas capacidades, impulso o visiones que tiene cada cual y que las lleva a cabo o no en el curso de su vida. A lo largo del ciclo vital se entrelazan las capacidades con las necesidades y se encauzan entre dos grandes columnas, la personalidad y la libertad, para llevarle a un determinado desarrollo material. Un proceso único, personal e intransferible, asunto que aporta la vida en libertad en exclusiva, que acaba mostrando un maravilloso paisaje de desigualdad en todos y cada uno de los aspectos de la vida colectiva de una sociedad.
Pero los colectivistas están en medio de estas sociedades para igualar, aplicar rasero, explanar… es decir, quitar la propiedad de unos para -supuestamente- entregar a otros: solventar la desigualdad sin importar absolutamente nada que las reglas que nos hemos impuesto son justas, o modificables o inútiles; sin importarles qué parte de las instituciones de todos quedan tremendamente dañadas y, en cualquier caso, el colectivista observa los resultados, ve lo dispares que son y asumiendo un zafio espíritu de codicia no ve más que el dinero y cuenta monedas, inmuebles o piscinas. De inmediato avisa que viene el lobo: aquél tiene mucho, y con la misma velocidad el asunto queda estructurado en su mente sin importarle lo más mínimo el esfuerzo, la valentía o el sacrificio que supone lo que tiene ante sus ojos. Esta justa desigualdad deviene en la mente ya hecha papilla en un asunto político que encaja con la ideología, aquella que le dice que el otro y sus posesiones son la causa de que nosotros/ellos no poseamos injustamente el bien, y a partir de ahí la conciencia no tiene ya ningún problema en cuanto ya ha quedado instalada la envidia, la envidia igualitaria, la que ha saltado primero para que ahora se asiente moralmente encastrada como demanda colectiva de la ideología.
Para las ideologías colectivistas que jamás creen en la libertad del individuo no hay nada más importante que la igualdad. Creen que las diferencias se originan en la libertad, y es así, claro está, pero creen también en que una vez instalada la igualdad en la sociedad por fin ya no habrá más diferencias. Esta situación antinatural es un gran salto al vacío que pasa por encima de todas las dictaduras totalitarias que en el mundo han sido, y pasa por todas las hambrunas provocadas por los "ideales", la "utopía", el socialismo. Pese a las evidencias históricas, pese a los regímenes que tienen a la vista y pese al fracaso una y otra vez de todas y cada una de las sociedades colectivistas, el prestigio con el que la igualdad anda por el mundo es inversamente proporcional a sus resultados, inexistentes, ya que todo lo iguala en ruina y miseria.
Esta igualdad históricamente putrefacta es muchísimo más importante que el crecimiento, que el desarrollo, que la renta per cápita o el sursuncorda. Es el proceso de nivelación que provoca la génesis de un abultado Estado incompetente con las cañerías a rebosar de conseguidores, comisionistas y sacamantecas: nivelar por abajo no lleva más que a la parálisis económica por la eliminación de incentivos de todo tipo; nivelar por abajo lleva a la descomposición y estrago de la sociedad democrática perdida en intervenciones constantes que hacen desviar el curso de los acontecimientos económicos; y lo más importante, la nivelación por abajo exige ocupar autoritariamente las instituciones y llevarlas a una más que peligrosa erosión. La igualdad se opone a la libertad y, como consecuencia de la ignorancia que supone el control e imposición, se opone a la justicia. Los españoles seguimos atenazados desde hace décadas por las pesadas cargas de un control político colectivista que afecta a la economía, pero también a la cultura, a la educación…, merecemos una sociedad abierta que nos eleve a todos, más ligera, más dinámica, más ágil, más libre.