Sin embargo, el comportamiento colectivo más habitual pasa por activar el modo pasivo a la hora de observar y denunciar una realidad en la que hay personas resistiendo a las consecuencias de la pobreza o la exclusión social. Se suele zanjar el tema con una cierta indiferencia; huyendo hacia adelante con el objetivo de no sentir ni padecer ante cualquier contexto embargado por el sufrimiento ajeno.
¿Y la empatía? Qué pasa con esa posibilidad de calzar, por un instante, por unos minutos, los zapatos de otro. Pues, la respuesta no parece compleja: se trata de una hermosa capacidad de la inteligencia humana que no convence demasiado. A la empatía se impone la idea de seguir disfrutando de un privilegiado espacio de confort al que nos negamos a renunciar, aunque sea de manera temporal, a cambio de descuidar a quienes precisan de urgentes cuidados.
Estos días, sin tener que recorrer ni un solo kilómetro de distancia de casa, hemos asistido a un horrible caso que acabó de la peor manera posible: la vida de una chica de 33 años se extinguió de manera abrupta a manos de un hombre violento que, guiado por el afán de seguir intoxicando su organismo con algo que conocemos como droga, decidió asestarle varias cuchilladas, que fueron letales, como forma de cerrar una discusión.
Residía en una infravivienda, en una de esas que nunca se ocupan y que, con extremo desprecio, a quienes las ocupan les denominan ‘okupas’ (palabras afiladas generadoras de estigmas). En uno de esos lugares en los que nadie dormiría una sola noche, a no ser que la vida apretase tanto que uno o una no tuviese más remedio que cobijarse en una casa sin techo, sin puertas, sin agua, sin intimidad… Carente de dignidad. Y privada de la necesaria consideración y apoyo social.
Ella no tuvo una vida fácil; de esas que duelen desde el principio. Desgraciadamente, nació en un ambiente secuestrado por lo marginal en el que existía también un techo de cristal irrompible. En el que nunca se le presentaría la más mínima oportunidad. En el que se vería obligada a seguir los sinuosos pasos de su madre, una mujer dominada por las adiciones y envuelta en ambientes demasiado turbios.
Este hecho, más común de lo deseado en nuestra sociedad, demostraría varias cosas desde una perspectiva empírica: que la ruptura con las dinámicas o las expresiones de pobreza no se resuelven de manera casual ni tampoco por accidente. Para nada. Y que lo más conveniente debería centrarse en aplicar una receta compuesta por varios ingredientes básicos: reconocimiento y diagnóstico de un problema estructural, máxima sensibilización social y voluntad colectiva que empuje a los engranajes de la política a articular planes serios, rigurosos y eficientes en la atención de personas que se encuentran atrapadas al otro lado del muro de la exclusión. Solo así se podrían reconducir vidas delimitadas por los asuntos marginales hacia contextos más seguros y felices. Y no semeja necesario recordar que nadie está exento de despeñarse por el barranco de indigencia: sobran motivos y circunstancias para pasar del color al blanco y negro en chasquido de deds. En un santiamén. Conviene no olvidarlo nunca.
En suma, erradicar las injusticias, posiblemente, sea una meta inalcanzable con la que soñamos demasiado a menudo. Sin embargo, a pesar de todas las limitaciones, debemos transitar por caminos que eludan dar la espalda a seres humanos en serios apuros y nos permitan llegar a tiempo cuando hay constancia de alguna vida anónima anegada por el drama. ¡Estamos obligados!