Qué decir de la lluvia en pocas líneas… esa cortina que nos empapa, nos moja suavemente los sentidos y traspasa las fibras de la ropa. A veces implacable, otras torrencial, siempre nos recuerda nuestra finitud humana, y cómo podemos arrugarnos ante esa fabricación de la atmósfera que cae del Cielo en un atisbo de vómito celeste. Cuando viene en tormenta, arreciando, puede derribar cosechas y árboles, es poderosa. Otras veces acude suave, como si se tratase de una manta, como si fuese aire, y penetra por todos los poros de la epidermis. Cada día nos mece de una forma diferente, como una canción o un romance.
Nos moja los cristales, la sentimos en una sinfonía mística, de manera que su latido es música para los oídos y bálsamo para la piel. Hidrata los campos cuando es suave, los arrasa si es torrencial…tiene la potestad de dar vida y también de quitarla. Si el dios del trueno se enfada, va acompañada de un estruendo, de relámpagos y tronada. Es realmente letal en estos casos, igual que mimosa y romántica cuando nos cala despacito, deteniéndose en el pelo y la frente, en el hueco de las mejillas.
Cuando moja las piedras, como en el casco antiguo de las ciudades, por ejemplo en Santiago de Compostela, todo lo barniza de perlas y nos parece estar existiendo en una película antigua, llena de romanticismo y solera. Soportales y suelos mojados, brillantes como perlas, resbaladizos como una lengua celeste.
El casco antiguo mojado es escenario de estudiantes, peregrinos, caminantes y turistas que recorren sus plazas caminando infinitamente, buscando ya no un abrigo de la lluvia, sino un lugar desde el cual contemplarla. Las piedras de la Catedral de Santiago se empapan con ese brillo ancestral y acuoso, como si les hubieran sacado brillo.
En Pontevedra, la plaza del Teucro parece recién lavada, y su estructura cuadrangular absorbe el reflejo de montones de espejitos-gota minúsculos. El cruceiro, cerca de la casa de Valle Inclán, en el cruce de las Cinco Calles, con lluvia se convierte en una brújula mojada que conduce a los caminantes hasta el Campillo y Santa María, al igual que señaliza dónde tomar una tapa de pulpo recién hecho para reponer fuerzas.
En la Alameda, los columpios mojados muestran una magia resbaladiza, la rueda de caucho brilla como si de un tesoro se tratase, y las gotas empapan cada estructura de una manera elegante, sutil, como si fuera un sello de libertad columpiarse con la cara al viento y dejando que el maná del arriba nos empape el rostro.
Sin duda, nuestra ropa no siempre agradece la lluvia, pero resulta tierno verla perlada de pequeñas lágrimas minúsculas, ese jersey de lana dividido en miles de microscópicas facciones, como si llevara adheridas centenares de perlas transparentes.
Cuando lloramos, la lluvia nos lava la cara, y el sabor salado de las lágrimas se confunde con el dulce de cada una de las gotas, para mojar cada uno de nuestros poros y mezclar dos esencias transparentes con distinto perfume.
La lluvia, finalmente, puede ser muchas cosas, pero en definitiva y según la perspectiva contemplada, es innumerables veces y si sabemos comprenderla, un trocito de poema en la Tierra.