El Concello de Pontevedra invitaba a los ciudadanos a visitar el Convento de Santa Clara, dentro de las jornadas de patrimonio invisible. Tal fue el interés, que en apenas un minuto ya se habían cubierto todas las plazas. A pesar de habilitar un segundo turno de visitas, 400 personas se quedaron en la lista de espera, que cerró a la media hora de abrirse la inscripción ante la imposibilidad de atender a una demanda tan alta.
El concejal de Patrimonio Histórico, Xaquín Moreda, anuncia que se repetirán las visitas pero que, dada la situación actual y la propia disponibilidad de la empresa contratada para esta actividad, Xestión Cultural Trivium, habrá que esperar hasta el año 2021 para tener la oportunidad de conocer por dentro un convento que permanece cerrado al público desde el 25 de septiembre de 2017.
Pontevedra Viva pudo participar en la visita al Convento de Santa Clara y disfrutar con algunas curiosidades que el guía, Leo González, fue desvelando.
Comenzamos el recorrido en la zona de portería, de las pocas que, mientras el convento estuvo habitado, eran públicas. Allí encontramos el famoso torno, donde se le entregaba a las monjas una docena de huevos para que rezasen a Santa Clara para tener un día soleado en una fecha escogida. Es signficativo el tamaño reducido de la ventana del torno, de manera que no pudiese entrar o salir una persona.
Tras rodear la zona de clausura, a la que no es posible acceder, llegamos al claustro, que tiene la particularidad de poseer solo dos lados, a diferencia de otros que están cerrados a modo de patio con cuatro lados. Nos encontramos en el centro del convento, donde tradicionalmente se hacía la vida, al tener acceso desde todo el edificio. En el centro, una fuente con la figura de Santa Clara, caracterizada por portar un bastón de olivo y un hostiario. La estructura es similar a la fuente de la Ferrería, por lo que se calcula que data del siglo XVI.
Camino de la huerta, pasamos por el cementerio, en el que nos rogaron que no tomáramos ningún tipo de imagen y que vale la pena contemplar por la sencillez de las tumbas, sin nombres inscritos, y clavadas en el suelo, a las que se accede por una puerta adornada con una cruz en forma de espíritu santo.
La huerta y jardín es un vergel donde abundan los árboles frutales, como el manzano, cuyos frutos eran usados tradicionalmente por las monjas clarisas para hacer dulce de manzanas, avellanos, claudias e incluso castaños. En el centro del jardín encontramos la pequeña capilla de los Ángeles.
Circundando esta amplia parcela de 12.000 metros cuadrados, el majestuoso muro que separa el recinto del exterior, en este caso la calle Perfecto Feijoo y la Plaza de Barcelos. Se da la particularidad de que, por motivo de las diferentes obras de reforma y trabajos de asfaltado, hacia el interior el muro alcanza los 8 metros de altura, mientras que desde el exterior se eleva hasta solo 6 metros.
Junto al muro, discurre un emparrado donde tradicionalmente pendían las vides cuya uva se transformaba en un lagar que aún se conserva, ya sin uso, en el interior del convento.
Seguimos adentrándonos en el monasterio en otra de las zonas que conecta la vida monacal con el exterior: los locutorios. Se trata de amplias ventanas con doble enrejado, lo que da muestra de la distancia que debían observar las monjas con sus familias de origen. Antiguamente, a mayores de esa doble reja, cada ventana tenía una cortina negra, por lo que el contacto con el exterior era tan solo con la voz, como era propio en los conventos de clausura.
Otra particularidad que encontramos en uno de los corredores es una pequeña puerta sellada blanca que, como nos relató el guía, daba acceso a un archivo donde se guardaban documentaciones de mucho valor, como los títulos de propiedad. Por este motivo, la puerta tenía tres llaves, reservadas a la madre superiora, a la abadesa vicaria y al mayordomo.
La última parada en esta apasionante visita es a la iglesia, inicialmente con una decoración austera, propia de las órdenes mendicantes, y posteriormente, con la llegada del Barroco, más engalanada. Y de nuevo, zonas en las que las monjas se encontraban aisladas del resto de los feligreses, entre las estancias del coro alto y el coro bajo, separados del resto de la iglesia por unas rejas y un vano, por donde recibían la comunión.