Siempre he escuchado que O Courel es un lugar misterioso de Trasnos, Mouras y otros raros habitantes.
El otoño es una de las mejores épocas para caminarlo, cuando el bosque autóctono se tiñe de dorado y tonos ocres e incluso de algún que otro matiz rojizo en sus hermosos valles.
No es algo endémico de esta sierra, sucede en muchos lugares, pero es que en O Courel además la vida toma otro cariz, marcada por un silencio envolvente y por la sospecha a cada paso de descubrir o más bien que nos descubra, alguno de sus extraños habitantes asomando entre las grietas y huecos de castaños centenarios.
Dicen los más sabios que a veces las piedras milenarias de O Courel cobran vida, porque dormidas millones de años se aburrieron y ahora toman formas extravagantes que ellas mismas moldean a su antojo en nuestra imaginación.
También dicen que el Sil serpentea allá abajo entre los cortados rocosos, donde apenas la vista alcanza a ver esa grieta inmensa que excavó siglo tras siglo testarudo.
Que los árboles con sus ramas tronchadas por el viento devuelven a la vida a seres mitológicos con gestos casi humanos. Y también que hay que poner cuidado, porque en alguna cueva hay piedras como rostros que no debes mirar porque te atrapan y allí permaneces eternamente anclado convertido en árbol.
Lo cierto es que todo esto puede suceder si te internas en lo más profundo del bosque y de esos lugares con nombres tan evocadores que esconde O Courel: O Pozo das Mulas, O Karst Val das Mouras o A Devesa da Rogueira.
En el Karst Val das Mouras, una rareza geológica dentro de estas tierras de pizarras y cuarcitas, el bosque se vuelve arte. Un cuadro impresionista de tonos verdes salpicados de amarillo entre troncos retorcidos y moles de piedra. No es de extrañar que ahí habiten esos seres singulares que, aunque se suponen rubias y de piel muy pálida, se hacen llamar Mouras.
Si te adentras en su laberinto de rocas, musgos y líquenes te verás perdida, mirando hacia atrás sin saber en qué grieta te has colado o que árbol doblado y verde de musgo has saltado. El valle te envuelve de manera irresistible y te empuja a seguir hacia su corazón, o hacia un pulmón, quién sabe, pues una vez dentro es imposible distinguir si estás a un lado, a otro o en el mismo centro. Y así atrapada en el cuento permanecerás hasta que as Mouras y su Valle lo decidan.
Juro que uno de esos días rojizos del otoño, entre helechos y hojarasca llegué sin quererlo a una peña tapizada de musgo y atravesando una estrecha boca como un túnel me encontré en una cueva gigante. Alguien había dejado flores y velas, una especie de ofrenda pretenciosa a la naturaleza, como si este magnífico bosque necesitara de adornos o huellas humanas.
El lugar era tan sugerente y era tan difícil que el sol se colara, que entre musgos creo que quedé adormecida y también creo que oí unas risas cuando me salpicaron unas gotas de algo parecido a lluvia.
Entonces saliendo de la cueva me pareció que el camino de pronto tocaba su fin y girando sobre mis pasos conseguí volver, un poco apenada, al lugar de partida. Aún no sé cómo abandoné ese paraje impregnado de misterio y plagado de Mouras, deTrasnos burlones, de musgos, de setas y de animales diminutos. Pero esa es precisamente la magia de estos extraños lugares.
En pocos días me fui de O Courel y conmigo se fue el otoño y ese sol tenue que da vida a sus tonos ocres y calienta los tejados de pizarra.
Y pasó el tiempo.
Amanecí una mañana fría en la aldea de Ferramulín. Aquí cuando el viento azota los cristales solo se mueven las hojas pues ningún habitante, ni siquiera el gato siempre temerario, desafía en invierno a las madrugadas heladas de O Courel.
Pero al mediodía las chimeneas ya humean en las viejas aldeas paleozoicas llenas de encanto, entre pizarras y piedras, así que espabilando con un café muy negro hay que atreverse a salir a descubrirlas y a buscar otros colores del paisaje.
A Devesa da Rogueira es el bosque por excelencia de Galicia: La riqueza y variedad de árboles, helechos o arbustos y la abundancia de riachuelos hacen de este lugar un paraíso para lirones, martas, píntegas, vacalouras y otros animales.
En diciembre el bosque casi ha perdido sus tonos otoñales y empieza a brillar envuelto en gotas de lluvia, a veces incluso algo sepultado ya por el manto invernal.
Siguiendo la ruta me acerco a la cabaña de O Apalpador, adosada a un enorme castaño, al pie del regato que ahora baja rebosante. Lo imagino caminando por sus empinadas montañas hacia las aldeas. Siempre me ha agradado la leyenda sobre ese carbonero, que cuentan que deja castañas a los niños para que no pasen hambre. El Papá Noel gallego le llaman en la capital, en un alarde de condescendencia hacia las viejas tradiciones.
La nieve todavía deja hojas por cubrir y el bosque despierta con crujidos misteriosos. Escuchando mis propios pasos, parecen sonar a lo lejos unas pisadas más hondas, un andar más pesado, es casi estremecedor sabiendo que O Courel es tierra de lobos y osos.
Pero ahora lo veo bajando por la ladera de A Rogueira, ya un poco cansado con su pesada carga: O Apalpador, ese extraño personaje mitad real mitad mitológico, como todos esos seres que habitan O Courel.
En verdad juro que ahí estaba, igual que As Mouras que en otoño se reían de mí trastocada y perdida en su valle, en su magnífico Karst, e igual que los pequeños animalejos de O Pozo das Mulas salpicando burlones sin piedad para que cayera entre piedras resbaladizas.
Todo eso existe y mucho más que aún está por descubrir y va surgiendo caminando el valle y resbalando los caminos empedrados. Juro que existe, pero para verlo hay que ir allí a vivirlo, a sentirlo en O Courel.
Marga Díaz https://mundoviajero.es/