El día está frío, se acerca ya noviembre y el otoño empieza a tapizar de tonos ocres el interior de Galicia dándole un aspecto de bosque encantado. Regresando de una de esas escapadas cortas por los pueblecitos olvidados del rural más auténtico, un cartel a orillas de la carretera anuncia las ruinas de un castro, así que desviamos nuestra ruta para ascender por una estrecha carreterilla que atraviesa el monte. Rodeado de robles y helechos primitivos el campanario de una iglesia surge repentinamente despuntando entre los nubarrones de un cielo casi negro. Está rodeada por un pequeño y viejo cementerio, como cualquier capilla de cualquier aldea gallega, pero su estampa solitaria aparece tan dramática que es inevitable parar y merodear un poco sacando algunas fotos.
La iglesia está cerrada, presa del olvido, con una verja de hierro oxidada por años de abandono así que tenemos que conformarnos contemplando su entorno en medio de un silencio que, la verdad, casi empieza a ser inquietante.
No sabría decir si influyó el desasosiego de esa soledad o el cielo negro y el aspecto desapacible del lugar, pero juro que las campanas repicaron de repente con una extraña cadencia, cuando un viento súbito comenzó a arrastrar bruscamente las hojas y una niebla espesa empezó a cubrir la torre del campanario, colándose pegajosa entre los muros del antiguo cementerio.
Esto sucedió un día muy cercano a la noche de Samain, cuando las ánimas salen de su sueño eterno y regresan a las aldeas para visitar a antiguos familiares y viejos amigos. Tal vez algo empezaba ya a removerse en ese lugar misterioso y, por alguna razón, olvidado. O tal vez lo que se movía era la imaginación alterada de nuestras dos únicas almas solitarias.
Después de esa tarde extraña y a pesar de que en verdad soy una persona miedosa, sigo sintiendo esa fascinación por los lugares enigmáticos y los cuentos de misterio.
En alguna aldea recóndita de Galicia todavía fluyen esas historias entre riachuelos y piedras tapizadas de musgo. Alrededor de enormes lareiras las leyendas crepitan al ritmo de las llamas y luego, bajo el influjo de la queimada, el bosque desprende un olor a meigas y a trasnos juguetones, pero también a horribles lobishomes y a espíritus errantes.
Los más viejos recuerdan oír de sus abuelos la terrible historia del lobishome de Allariz, el infame Romasanta que asesinaba y desgarraba a sus víctimas para venderlas hechas manteca. Saben que años después fue capturado en Toledo y condenado a cadena perpetua y que esto sucedió hace mucho, mucho tiempo, pero aun así dicen que en los montes ourensanos los aullidos del licántropo todavía rasgan las noches cuando hay luna llena.
En las tierras fronterizas de Ourense y Portugal saben más de casas malditas y apariciones y no hay aldea de O Xurés que no conozca A Escusalla, una construcción solariega colonizada por el bosque donde una tarde caí casi de casualidad durante una excursión por la sierra. Su aspecto es tan quejumbroso que parece como si la espesa vegetación estuviera estrangulando los muros de piedra de la vieja mansión.
Según la historia la casa perteneció en el siglo XVIII a un eclesiástico rico que recibía los diezmos de gran parte de la zona de Lobios. Él mandó construir la capilla adosada al edificio con un dintel en la entrada donde reza una inscripción: “SACELLUM D. JOSEPH”. (lugar sagrado D. José). Luego pasaría a otras manos dentro de la Iglesia, hasta que con la desamortización de Mendizábal se vendió a un emigrante cantero. Tras su muerte la heredaron sus hijos, pero la venta de una parte hizo que la casa quedara deshabitada y en desuso, presa de un definitivo y desgraciado abandono.
El pequeño santuario que hoy preside la capilla con velas derretidas, no anima demasiado a entrar al atardecer, sobre todo para quien recuerda las leyendas que envuelven este lugar casi maldito:
Un fraile jorobado con el rostro oculto bajo la siniestra capucha de su hábito aparece en las noches de luna llena atravesando paredes, acompañado de dos mujeres etéreas. Dicen que es el fantasma de un cura que habitó la casa hace ya más de dos siglos. El hombre reacio a pagar ni un duro por las obras de A Escusalla, mataba y enterraba a los constructores en el patio, todo un ángel el sacerdote…
La gente de los alrededores cuenta haber tenido encuentros aterradores o haber visto extrañas luces entre la maleza que se cuela por sus ventanas. También se habla de un tal Roque, portugués allí afincado que sufría estas apariciones hasta que se le halló muerto en extrañas circunstancias uno de esos días que bajaba huyendo despavorido hacia la aldea.
Y es que A Escusalla está situada en lo alto del monte, un lugar sobrecogedor no solo por su leyenda maldita, sino también por sus imponentes vistas. Desde arriba se contempla el embalse que algo más abajo asoló al pueblo de Aceredo, otro lugar fantasma que surge de las aguas cuando la sequía arrecia. Su historia no es menos dramática: un acuerdo entre dictadores permitió que en los años 90 se llenara el embalse de Lindoso que obligó a sus gentes a abandonar la aldea, dejando sumergidos sus enseres y sus sueños, su vida, en definitiva. Ahora es un pueblo fantasma que desaparece anegado y luego reaparece mostrando esa melancolía propia de los lugares olvidados. En verano la aldea se llena de turistas curioseando entre las casas abandonadas, pero es en las tardes de otoño cuándo el vacío y un silencio denso se apoderan de las calles de Aceredo, provocando una extraña sensación, una mezcla de calma y desasosiego.
Al lado de la antigua casona de A Escusalla se descubre también el inicio de uno de los senderos más bonitos de O Xurés que bordea el río Mao atravesando viejos molinos por un bosque de aspecto encantado. Aunque la ruta es muy hermosa durante el día, al atardecer las sombras dibujan formas retorcidas, como seres extraños que invaden el monte transformándolo en una lúgubre pesadilla.
Pero esa es la magia de estas tierras fronterizas, un lugar misterioso y fascinante que en verdad merece la pena conocer. Eso sí, hay que poner cuidado y evitar que la noche nos atrape y, desorientados, nos arrastre hasta adentrarnos en los siniestros muros de la casa de A Escusalla, de donde tal vez nunca podamos salir.
Marga Díaz (www.mundoviajero.es)