El camarero le hizo una mueca de fastidio a su compañero cuando paso por su lado. Estaba debajo del cuadro que representaba una vista del faro del cabo Villano en el pueblo de Camariñas. El restaurante estaba vacío, sólo ellos cuatro cenaban alborotando el local.
— ¡Cuándo terminarán de una jodida vez! -masculló el camarero que servía esa mesa a su compañero.
— ¡Vaya panda de paletos que te ha tocado en suerte, compi! -comentó el otro dedicándole un gesto de adhesión.
— Parece como si les hubiera tocado la lotería. A ver si también lo celebran con una buena propina.
— No te fíes, estos pobretones no se suelen acordar de cuando no tenían. No sirvas a quien sirvió.
Desde que el hombre sacó de su carrito la bolsa de plástico con la marca de unos almacenes textiles, estimulado por la insistencia de la vieja ("Enséñanos lo que te queda del dinero que te mandamos. Es lo propio ahora que somos una piña"), y contaron, ojipláticos los tres, los siete mil quinientos veinte siete euros, se desató una euforia entre los dos hermanos y la madre que no acababa de comprender el hombre. Se diría que están más felices con lo que hay dentro de la bolsa que con mi presencia, delataba su rostro impávido y sus cejas quietas de manera inusual. Contemplaba cómo manoseaban el dinero festejándolo con frases para él extrañas.
— El vestido verde que vi en El Corte Inglés, ese parecido que farda la Rosita, la hija de Julián, el del estanco.
Decía Herminia despojando de su cara el desánimo. Sus ojos, alicaídos y medio entornados, parecían ahora fuera de sus órbitas.
— Con algo de esto doy la entrada para la moto.