Desde el ventanuco sólo veía un patio lóbrego bañado por una luz azulina. El sonido de un televisor resonaba entre los tenderetes de ropa y el canto soliviantado de un pájaro enjaulado llegaba en un soniquete machacón.
La vieja estaba sentada en un sillón de enea cochambroso frente a una mujer joven de aspecto desaliñado. No hablaban, miraban fijamente el suelo como adormecidas, y bien podría ser por el calorazo que reinaba en la casa.
Un hombre de unos treinta y tantos años entró por la puerta portando una bolsa vieja de deporte.
— Vaya, parece que tenemos visita.
Dijo echando un vistazo al forastero.
Besó en la cabeza a la mujer joven y a la anciana le tocó el hombro al paso.
La vieja le dijo el nombre de pila presentándole como "el hijo pródigo que se fue a Australia".
— Con esas viene madre -dijo la mujer joven al hombre.
— Madre, ¿me puedes explicar qué pasa aquí?
Ella miró al hombre, que seguía enfrascado escrutando el patio junto a su inseparable carrito y su paraguas, y les hizo una seña para que la siguieran. Entraron en un cuartucho donde había una antigua cocina de gas butano y un fregadero donde se amontonaban vasos y platos.
— A este memo le he hecho creer que soy su madre -les dijo guiñando los ojos al extremo y esbozando una sonrisa siniestra- A poco que le veáis y escuchéis el pobre es tonto del culo y tiene dinero para aburrir, creo. Por lo menos más dinero del que pueda haber en esta pocilga. Dejármelo a mí de mi cuenta y todos saldremos ganando.
El hijo hizo un gesto negativo con la cabeza buscando complicidad en la languidez de la joven. La mujer, de ojos tristes e hinchados, hizo un mohín indolente.
— ¡Claro, lo mismo piensas que con la basura de dinero que sacas con los trapicheos que haces con los vagos de tus amigotes tenemos para vivir! -la vieja se estaba enfureciendo y apretaba sus puños a lo largo de su cuerpo enjuto- ¡Vivimos en la jodia miseria, Ramón, y todavía le haces ascos!
— No es eso, madre. Es que he salido del trullo hace casi un año y no quisiera verme entre rejas otra vez.
Ramón tenía una voz aflautada, ridícula cuando elevaba un poco el tono. Escudriñaba a la vieja con cierto recelo sin que hallara el menor apoyo en la mujer joven.
— Tampoco tienes tú toda la culpa, mira esta pan sin sal que no vale ni para fregar escaleras. ¡Di algo, sosainas!
— Yo creo en lo mejor para los tres -dijo en un hilo de voz la joven.
— Ahí le duele, Herminia. -añadió la anciana con satisfacción- Vosotros dejadme a mí al pollo este, yo sabré sacarle la manteca. Y todo legal, hijo, que para eso una es muy ducha y entrenada.
El aludido seguía observando desde el ventanuco. Un gato olisqueaba los rincones del patio para, después, dirigirse al sumidero. El hombre le chistó y el felino se quedó paralizado con las pupilas amarillentas fijas en el ventanuco. Examinó los desconchones del revoco de las paredes del patio imaginando los límites de islas inexploradas de tierras rojizas como el ladrillo revelado. Tal vez no fuese esta la estética de la ciudad perseguida, sin embargo, se decía, las novedades que encontraría en adelante deberían sorprenderle porque, si en verdad era esa la ciudad, lo agradable y lo desagradable estarían en una balanza que, lógicamente, acabaría decantándose por una mayoría satisfactoria entre los intrincados caminos que agrupan a personas y a las cosas de su alrededor.
Al darse la vuelta se dio cuenta de que estaba solo. El habitáculo se iluminaba por una lámpara con cuatro tulipas requemadas que imitaban el cuenco de unas rosas blancas. Acercó su carrito y su paraguas a una de las sillas y sacó el manoseado Quijote para ponerse a leer.
Poco duró su lectura, pues los otros tres entraron apelmazados en el bloque que lideraba la vieja.
— ¡Mirad qué cultivado está vuestro hermano! -dijo la vieja yendo hacia el sillón de enea- Sentaos y tengamos una charleta familiar para irnos acostumbrando.
Dóciles se sentaron los hijos. Alrededor de una mesa camilla estaban los cuatro esperando que la madre comenzara la conversación.
Él todavía sostenía el libro entre las manos escrutando a los otros tres con detenimiento. Se fijó entonces en un almanaque, que anunciaba precisamente el restaurante económico en el que comieron la anciana y él. Ella se dio cuenta de su curiosidad.
— Fijaos si es atento vuestro nuevo hermano que me ha invitado a comer en el Duppys.
Los hijos movieron la cabeza con deferencia y él empezó a elevar las cejas con celeridad y a no poder arrancar a hablar.
— No….no….le….podía…..
La vieja le puso una mano sobre el brazo.
— Sabemos de sobra de tu buena intención -dijo ella con una forzada afabilidad- Además, después de saber que soy tu madre y que mis posibles son muy escasos razón de más.
— Nos gusta tener un hermano mayor. -dijo Herminia con timidez.
A Ramón le costó un poco arrancar y sólo los ojos inquisidores de su madre le obligaron.
— Sí, claro. Ha sido una noticia cojo……, digo buena, la mejor que podíamos tener. Tantos años en Australia y mira por donde apareces.
Trató de sonreír y su rostro se convirtió en una mueca birriosa.
— ¿Así se llamaba el pu…pue…blo que estaba tras….tras….los pi…pinos? -preguntó él dejando el libro sobre la mesa e inclinando su espalda hacia ellos.
La vieja se adelantó a cualquier posible palabra.
— Claro que sí: Australia. Un lugar muy lejano al que tuviste que ir en busca de un futuro mejor.
— ¿A cuántos kilómetros de aquí está Australia?
La anciana le soslayó con reprobación pero contestó con firmeza.
— A más de un millón, hijo.
— Puedo que a dos -añadió Ramón, agitando una mano varias veces.
El hombre los escudriñó a los tres con vivo interés. Les miraba al tiempo que sopesaba su alrededor mientras la frente se le perlaba de sudor.
— Entonces…… ¿Vosotros sois mis…… mis…...familiares?
— Por supuesto, yo tu madre y estos dos cabezas de chorlito son tus hermanos. Estamos muy contentos de que nos hayas encontrado.
El hombre meditaba. Les miraba y bajaba la cabeza pensativo intentando ordenar algo en su interior.
— Entonces fuisteis vosotros los que me dejasteis el dinero en la consigna de la residencia. Ellos me lo dieron cuando nos fuimos todos y me dijeron que……que…..la condición para dármelo era…..que…..que…..no os buscara. No querían…..
La vieja se estremeció en el sillón. El mueble emitió un quejido lastimoso.
— ¡Sí, sí, eso pasó! -exclamó ella pletórica- Todo ese dinero era el que teníamos pero preferimos dártelo a ti para que volvieras. ¡Es nuestro dinero!
El hombre contuvo las palabras y las fue desgranando con parsimonia.
— Pero no….no queríais verme nunca más. Esa era la condición, me dijeron.
— ¡Bah, gilipolleces que se dicen por decir! -saltó la vieja acercándosele al rostro- Nosotros, los tres, deseábamos que volvieras con nosotros. ¡Esa es la verdad!
Tardó el sonreír, pero luego su alborozo le hizo incorporarse y fundirse en un abrazo con todos.