El amanecer llega temprano imponiéndose a un espléndido cielo estrellado. No son ni las seis de la mañana y por la ventana panorámica de la jaima empiezan a asomar los primeros rayos tiñendo de rojo las rocas del desierto más bello del mundo. Así se conoce a Wadi Rum, el impresionante desierto de Jordania, por sus intrincados pasadizos y formaciones rocosas, que juegan con el rojo intenso de la arena.
El día anterior habíamos salido de Amman, la capital jordana, en dirección sur. Quedan cosas por descubrir en el trayecto, pero las dejamos para el regreso con la ilusión de llegar cuanto antes a uno de los principales destinos del viaje por tierras jordanas.
A unas tres horas de Amman el paisaje da un giro brusco cuando el beige casi blanco de las planicies monótonas que acompañan a la Desert Highway comienza a presentar riscos y cortados en tonos más ocres: nos acercamos al área protegida del desierto.
En el Centro de Visitantes nos espera Malik con el jeep para acercarnos hasta el campamento beduino, ya que no está autorizado el paso de coches particulares. La conexión con nuestro anfitrión es total desde el principio: los jordanos tienen una amabilidad especial, una sonrisa siempre a punto, pero es que los beduinos además son llanos, casi transparentes y tienen un respeto inmenso por el desierto, orgullosos de su medio de vida.
La Jaima del Katrina Rum Kamp es una auténtica habitación de lujo en pleno desierto, que además conserva la esencia beduina, aunque la verdad eso tampoco importa demasiado cuando el verdadero lujo está de puertas para afuera.
Por la tarde la terraza de entrada a la jaima invita a sentarse a contemplar el juego de luces y sombras que forman a lo lejos las dunas, pero la tentación de hundir los pies en la arena de Wadi Rum es irresistible, así que nos alejamos de ese pequeño paraíso para descubrir la grandeza de un paisaje inigualable. Las distancias son engañosas y caminar hacia el primer risco para ver la puesta de sol se hace eterno, pero da igual ya que aquí hasta el cansancio se disfruta. A lo lejos se divisan las burbujas del siguiente campamento como gotas blancas al abrigo de la roca. Unos cuantos dromedarios descasan a la sombra y un par de perros nos recibe con la alegría de quien se reencuentra con un gran amigo y es que la enorme paz del desierto envuelve por completo a todos sus habitantes.
En tan buena compañía dejamos que el sol decaiga entre rocas y dunas en uno de los lugares más bonitos de la tierra. De regreso con la noche casi encima, hay que orientarse por las lucecitas que los anfitriones de los campamentos colocan al pie de las enormes rocas por si algún viajero despistado se pierde al atardecer.
El cielo del Wadi Rum es tan hermoso que podríamos pasar la noche entera saltando entre constelaciones sumidos en una especie de ensoñación, pero en el campamento no hay tregua y nos avisan para la cena. Luego la música, algún baile entre risas y una shisha alrededor del fuego prometen un final divertido, compartiendo charla con Malik y con gente de otros lugares, cada uno en su idioma o todos en un inglés improvisado. Malik es un tipo interesante, muy auténtico y nos da pena abandonar la velada, pero mañana el día será intenso.
El amanecer me pilla casi despierta, cuando se adivina a lo lejos un grupo de dromedarios que se acerca al campamento. Saltamos de la cama con nuestras cámaras para captar esos momentos únicos disfrutando de la luz del amanecer y para preparar la excursión en jeep: más de cuatro horas entre rocas gigantes y dunas interminables que culminamos entre los bruscos acelerones del jeep o trepando varios metros en pendientes imposibles, no es de extrañar que aquí se hayan rodado grandes producciones. La aventura es agotadora, pero de verdad merece la pena.
Al abandonar el Wadi Rum me invade la sensación de haber dejado atrás una de las experiencias más bonitas de mi agenda viajera, pero las ganas de tocar Petra nos animan a seguir ruta. En poco más de una hora llegaremos a Wadi Musa la ciudad que ha crecido a los bordes del Sitio Arqueológico.
Petra, en contra de lo que se piensa, no se limita a la imagen archiconocida del desfiladero y el Tesoro. La propia entrada al corazón de la ciudad a través del Siq, el angosto desfiladero entre montañas doradas que en un kilómetro nos descubre de repente la fachada del Tesoro, sería suficiente para justificar un viaje a Petra. La llegada es impactante y la visión del edificio de casi 40 metros de altura adornado con bellas columnas y figuras parece un sueño. Pero aún seducidos por la magia que desprende hay que seguir camino, ya que a partir de ahí la ciudad se despliega en todo su antiguo esplendor.
Los Nabateos crearon hace dos mil años un verdadero laberinto de cuevas, escaleras y edificios descolgados en las enormes rocas rosadas. Pocos siglos después los romanos anexionaron Petra a su próspero imperio, no en vano era un punto vital dentro del comercio de especias, mirra e incienso. Varios altares, un teatro tallado en la roca, el Gran Templo adornado en sus frisos y capiteles con detalles de trazo clásico, o el Ad Deir (el Monasterio) y por supuesto Al Khazneh (el Tesoro), le han valido a Petra la calificación de una de las Siete Maravillas del Mundo. En los grandes muros de piedra también creció una enorme necrópolis (la Avenida de las Fachadas) repleta de tumbas monumentales. Algo más apartadas, las Tumbas Reales exhiben cuatro fachadas imponentes de varios pisos de altura. Vida y muerte se dan la mano en un mismo espacio escondidas de los ojos de curiosos gracias a las montañas rosadas que custodian la antigua ciudad. Hoy Petra, la Ciudad Rosa, es Patrimonio de la Humanidad y uno de los centros arqueológicos más destacados del mundo.
Después de dos días regresamos a Amman con cierta nostalgia, parando de camino en alguno de los puntos destacados de la ruta:
El Mar Muerto es un lugar único en el mundo por la elevadísima salinidad de sus aguas y por la particularidad de hallarse por debajo del nivel del mar. Pero es que el “Dead See” no es un mar sino un lago inmenso que comparten Jordania e Israel. Desde la carretera el intenso color turquesa es un reclamo irresistible y el calor invita a bañarse. Un puesto junto a la carretera anuncia duchas y un té fresco en la orilla, así que calzamos nuestras chanclas (la sal cristalizada es demasiado cortante para bañarse descalzo) y allá nos vamos, casi rodando montaña abajo porque las “infraestructuras” de este puesto improvisado no son precisamente sofisticadas. La alternativa es acceder al mar a través de alguno de los hoteles que ofrecen varios servicios, pero preferimos la opción más “aventurera” ya que en estos resorts se ha eliminado casi toda la sal cristalizada para facilitar los baños y con ello gran parte del encanto de las orillas del Mar Muerto.
Después de flotar en las aguas densas entre bellas acumulaciones de sal la piel arde y hay que darse una buena ducha antes de continuar el trayecto hasta la siguiente parada: Madaba, la ciudad de los Mosaicos. Sus iglesias repletas de obras de arte salpican esta pequeña ciudad que se ha convertido en meca del turismo cultural de Jordania. En la iglesia ortodoxa de San Jorge el llamado Mapa de Madaba, fabricado en millones de piezas conserva la representación cartográfica más antigua de Jerusalén y Tierra Santa. En la de San Juan Decapitado además se conservan las catacumbas cristianas y algo más apartada del centro, la Iglesia de los Apóstoles exhibe alguno de los mosaicos más bonitos y mejor conservados, así que merece la pena caminar unos minutos para no perdérsela. También conviene visitar el Parque Arqueológico y Museo de Madaba donde se preservan muchos restos valiosos. Desde ahí, a un paso se encuentra Betania, que atrae no solo a turistas y curiosos sino a muchos católicos para conocer el lugar donde se cree que Cristo fue bautizado.
A media hora nos espera Amman. Poco nos puede sorprender ya después de todo lo visto pero la capital jordana también tiene su encanto. Lo más hermoso es la antigua Ciudadela con importantes vestigios romanos. Aunque la mayor ciudad romana de Jordania es Jerash, unos 50 kms. al norte de la capital, la antigua Ciudadela de Amman es un centro destacado de la antigüedad. Merece la pena acercarse a visitar su museo y luego dar un paseo entre los restos arqueológicos para descubrir el enorme arco o la mano del coloso de Hércules y contemplar las vistas sobre la ciudad rodeando a lo lejos el inmenso Teatro romano, construido en el siglo II, una obra imponente que no hay que dejar de visitar.
A los pies del Teatro nace la ciudad vieja, un laberinto de callejuelas muy auténtico repleto de puestos callejeros y tiendas. Al adentrarnos en sus mercados el griterío nos sumerge en la vida cotidiana de la capital jordana. Amman está edificada sobre siete colinas y para acercarnos desde la Old Town a la parte nueva podemos coger algún taxi o Uber a buen precio. Aquí la ciudad es bien diferente, con avenidas y modernos centros comerciales. Muy cerca del vanguardista Boulevard Abdali, encontramos la mezquita del Rey Abdalá, la más moderna de la ciudad y la única visitable, que despunta con su enorme cúpula color turquesa.
Entre los bellos tonos irisados de la mezquita y la voz del muecín convocando a la oración, ponemos fin a nuestro viaje por tierras jordanas, un país amigable con muchas sorpresas que cumplió con creces nuestras expectativas viajeras.
Marga Díaz https://www.instagram.com/margadiaz.viajes/www.mundoviajero.es