Nápoles no es Roma ni Venecia o Florencia, ciudades monumentales de las más bellas de Italia y tampoco tiene la elegancia sofisticada de Milán. Sin embargo, su casco antiguo es Patrimonio Mundial de la UNESCO y además un reclamo muy potente para viajeros y turistas. ¿Qué tendrá Nápoles?
Para mí la respuesta es clara: VIDA. Nápoles es una ciudad singular, vibrante y llena de contrastes, una verdadera caja de sorpresas que se van descubriendo saltando de rincón a rincón.
Decía Sofía Loren: "Non sono italiana, sono napoletana, é un´altra cosa". Y no le faltaba razón: La verdadera Nápoles controvertida donde las haya, es muy diferente al resto de Italia. Tal vez por eso resulta tan atrayente y sugestiva, a veces hasta divertida.
A caballo entre el lujo de las firmas que invaden las hermosas Galerías de Umberto I o el elegante distrito de Chiada y la indolente decadencia del Nápoles más tradicional, caminar por cualquiera de sus barrios o vías supone ir destapando una genialidad tras otra: Maradona preside desde un altar la portería de un edificio decrépito mientras Sofía Loren, la diosa napolitana reivindica sus orígenes grafiteada en un viejo muro. Muy cerca un hermoso sillón clásico abandonado a su suerte es testigo de la ajetreada vida napolitana y Einstein comparte escaparate con una mano rota y un papá ardiendo en el infierno, en un extravagante local.
En el Barrio Español, el paradigma del Nápoles más humilde y a la vez más codiciado por el turismo, los balcones exhiben sin pudor la ropa tendida, algo tan típicamente napolitano que es motivo recurrente de cuadros y belenes.
Pero la zona más sorprendente de Nápoles está en el corazón de su casco histórico, donde se cruzan estrechos callejones con arcos y entradas porticadas, salpicado de imponentes iglesias y donde el trazado de los antiguos cardo y decumano se ramifica entre callejuelas y plazoletas.
En la abarrotada Vía San Gregorio Armeno se conserva más que en ningún lugar la tradición del Belén Napolitano: El Presepe se remonta en esta zona al siglo XIV, pero adquiere mayor relevancia a mediados del XVIII cuando transgrede el ámbito religioso para recrear escenas de la Corte, la nobleza o la burguesía y finalmente del pueblo llano.
Hoy la visita a Nápoles durante las fiestas navideñas tiene todavía mayor aliciente pues no hay iglesia o museo que no exhiba estas magníficas representaciones artísticas, algunas de siglos pasados y otras contemporáneas, pero todas ellas auténticas obras maestras: escenas cotidianas, oficios, personajes populares, bailes tradicionales y hasta recreaciones de las excavaciones de Pompeya y Herculano. Todo con increíble realismo y a veces no exento de una cierta ironía.
Además, es en su casco antiguo donde el tráfico alocado e incesante de las Vespas que los napolitanos conducen de modo casi suicida nos acerca al Nápoles más caótico y donde se confunden las grandes obras del arte y la arquitectura (Santa Chiara, San Severo, el Duomo, San Doménico Maggiore…) con las más pintorescas excentricidades. Tenía razón Sofía Loren, Nápoles es otra cosa.
LA HABANA
Cada vez se valoran más esos lugares donde el tiempo parece haberse detenido en un momento lejano y sus habitantes se resisten a las vanguardias a pesar del contacto diario con cientos de turistas.
Han pasado más de diez años de mi visita a la Habana. Caí por allí tres o cuatro días casi como de paso, en un viaje a la Riviera Maya aprovechando la escasa hora de vuelo que separa a Cancún de la capital cubana.
No sería exacto decir que la ciudad mes sorprendió pues llevaba referencias cruzadas de sus muchos encantos y otros tantos defectos.
Pero el caso es que la Habana me dejó un recuerdo potente, casi imborrable. Sus calles mostraban el contraste de una ciudad alegre y vital con la decadencia de muchos de sus edificios casi en estado de ruina, donde algo o mucho tendría que ver el obsceno bloqueo de Estados Unidos que asfixiaba a un país sin recursos suficientes para despegar.
Aun así La Habana desprendía un olor a vida en sus calles animadas por la música de viejos habaneros, en la hospitalidad y el calor que mostraban sus barrios siempre viviendo hacia afuera, en balcones, en terrazas, en patios o en las propias puertas. Eso me sorprendió de esa Habana que me anunciaban tan necesitada de pequeños agasajos que como buenos turistas todos llevamos para contentar a los paisanos, pero sobre todo a nuestra propia conciencia.
Allí a veces me sentí como en un paraíso paseando el extenso Malecón con esa calma que llevan los cubanos y que muestran hasta en el habla. En la plaza de la Revolución pude rendir homenaje con foto incluida a la enorme estatua del Che y en el casco viejo encontré un crisol de colores con jardines rebosantes de verde, chillones coches de época y edificios emblemáticos que, muy afortunados, fueron rescatados a tiempo de la ruina.
Por sus calles vagaba Hemingway buscando inspiración y algún que otro daiquiri, por eso El Floridita tiene ahora una estatua del escritor acodado en la barra. En éste y otros locales muchos artistas probaron los ricos cócteles caribeños, entre ellos el delicioso mojito, un clásico que dio fama a La Bodeguita del Medio. Todo un mundo de sensaciones para una ciudad difícil de olvidar.
FEZ
Pocos años después un viaje por tierras marroquíes me acercó a Fez otro de esos lugares que resisten imperturbables el paso del tiempo. A pesar de ser una de las Ciudades Imperiales de Marruecos, deslumbrante con sus sabias madrazas y sus mezquitas adornadas, no todo el mundo puede entender que Fez siendo uno de los destinos turísticos más importantes del país preserve la esencia de un pasado de hace más de mil años.
La vista de la ciudad desde lo alto de la colina es hermosa, con sus casas color arcilla y ocre apiñadas entre un paisaje arbolado de adelfas y olivos. Desde el mirador Fez aparenta una extensa y humilde aldea, pero en sus terrazas no faltan parabólicas, casi diría una por habitante, como una intensa red de comunicaciones tejida a conciencia. Algo así ya sugiere que hay que viajar a Fez con una mirada diferente.
Su medina se conserva casi intacta, aunque acoge diariamente hordas de turistas sorprendidos por las "rarezas" de sus callejuelas retorcidas de trazado medieval.
En los zocos las telas brillan al son de las voces de los vendedores y del barullo de curiosos y compradores: especias, medicinas, remedios naturales, objetos deslumbrantes de metal, todo tiene cabida en estos mercadillos tan variopintos.
En la medina ceramistas, carpinteros o trabajadores del vidrio, muestran sus habilidades artesanales. Pero lo mejor de Fez es el trajín intenso de la vida cotidiana. Por sus calles de poco más de un metro de ancho circulan mulas y burros cargados con todo tipo de mercancías, haciendo sonar sus cascabeles pidiendo el paso. Un hombre vende su género prácticamente sepultado en una montaña de menta o hierbabuena y una carnicería anuncia productos frescos con la cabeza íntegra de un dromedario como reclamo. A veces es difícil para el viajero evitar una mueca de disgusto.
Sí, esto es Fez, un universo de colores y olores que se intensifica cuándo llegamos a su barrio más famoso: el de los curtidores. Aquí discretamente escondido entre edificios se encuentra una de los motores económicos de la ciudad: la actividad artesanal de curtido y tintado de pieles. El olor es casi insoportable fruto del uso de excrementos de paloma y cal, pero la visita merece la pena para conocer el trabajo de estos artesanos sacrificados de sol a sol entre bañeras de tintes y pieles.
Porque definitivamente Fez es otro mundo diferente, al que accedes atravesando alguna de sus maravillosas puertas talladas en brillantes azulejos y filigranas para penetrar en la mayor ciudad medieval de toda África y en una de las más sorprendentes.
Marga Díaz https://mundoviajero.es/