Alejandro M. Carmuega
Aquí va a haber más que palabras: Nudos gordianos
La leyenda de Frigia y el Oráculo, y de cómo Alejandro Magno cruzó el Helesponto con un as de espadas bajo la manga para matar el tres de Gordio, no la aprendí yo en el colegio. La EGB era algo más exhaustiva (no sólo en capones y tirones de orejas) que el sopicaldo que ofrecemos ahora a nuestros niños y llamamos Primaria, pero, siendo sinceros, tampoco lo nuestro llegó a alcanzar nunca esas cotas del clasicismo helénico. Conocí yo el mito, en verdad, cuando mi breve inteligencia adquirió un grado de autogobierno tal como para escoger libremente sus lecturas y mi cuerpo la agilidad de trepar a un taburete y "pedir prestados" ciertos libros que mi padre guardaba celosamente de huellas dactilares perfumadas a chorizo. De una ilustración, escondida entre estos volúmenes con lomos de vacuno y el estimulante aroma a lo prohibido, fue de donde sonsaqué yo el sentido a aquella frase tan recurrente de mi difunto tío Valen: "el nudo gordiano del asunto".
Como sucede con los olores (recuerden La de Sara) o con las canciones (ya les hablaré de Paco Ibáñez), ciertas expresiones encienden la esotérica chispa que nos permite revivir momentos que ya no contábamos con desclasificar de esas carpetas apiladas en los archivos más impenetrables de nuestra memoria. De la misma manera que un simple arpegio de guitarra puede agarrarnos por las pelotas -perdonen lo acertado de la expresión- y, en menos de lo que dura un pestañeo, colocarnos virtualmente en una plaza de Salamanca con dieciocho años de edad y una litrona de cerveza en las manos, por poner un ejemplo; de esa misma manera, digo, cada vez que la locución "nudo gordiano" se adentra en mis oídos, y realiza su intrincado y susurrado viaje a través de la caja timpánica, pasando por la trompa de Eustaquio (o viceversa, chi lo sa), termina por clavárseme de manera inapelable en el mismísimo centro del mismitísimo hipotálamo. Que vayan ustedes a saber por qué misteriosa razón, por muy desperdigadas que haya dejado yo por ahí las memorias del tío Valen, siempre acaba su carpeta pulcramente archivada en ese ignoto rincón de mi cerebro. Resumiendo, que cuando escucho la dichosa frasecilla me viene su imagen a la cabeza.
Debo muchas cosas al hermano mayor de mi madre. Entre ellas el cochambroso piso en el que hoy vivo: una historia que no he acabado de narrarles todavía y cuyo final, si me permiten, continuaré ahorrándoles de momento. Les contaré, sin embargo y siempre que les apetezca leerlo, cómo es con él con quién mantengo una deuda un tanto menos prosaica: el gusto por los discursos bien construidos. Hablo de afición y me refiero al placer de escucharlos, no al arte de arengarlos, que las fuentes de las que brota el divino don de la oratoria no han sabido calmar mi sed en ocasión alguna. Sin embargo, y sin querer dar a entender con esto que era mi tío un Marco Tulio Cicerón, sí sostengo que nació provisto de una gracia que ni por asomo era elocuencia bien entendida y que, sin temor a estar exagerando, me atrevería a tildar de hábil desparpajo, labia o simple verborrea. Mera y voluble facundia, no vamos a engañarnos. Para que ustedes me entiendan: que hablaba mucho el tío Valen. Por los putos codos, diría yo con ánimo de quedarme corto. Unas turras tremendas sobre política era, en definitiva, lo que habitualmente nos daba.
El pobre Sebas me confesó hace poco que siempre había procurado escurrir el bulto para no cruzarse con él en la escalera. No huía del fondo de sus diatribas, ni de las formas -exquisitérrimas, pues mi tío era un caballero-, sino de caer atrapado en la densa y confusa red de espacio-tiempo que su verbosidad tejía y que le hacía llegar injustificadamente tarde al curro. Puedo imaginarlo. Cuando mi tío tenía ganas de darle al pico -es decir, absolutamente siempre- no había quién lo frenase; se arrancaba con su homilía y se quedaba tan ancho.
- Yo soy un animal dialéctico en lo sustancial y aséptico en lo doctrinal.
Autodefinición de alguien que se conocía bien y no se mojaba por nadie. Una manera original de lavarse las manos ideológicamente y de dejar turbiamente claro, de paso, que su única aspiración en la vida era dar una chapa soberana al personal. Sin más.
Y, sin embargo, sin haber llegado a entregar el corazón a ninguna de ellas, mi tío bebió de todas las fuentes de su época. Los que peinamos canas o aire sabemos de la enorme importancia que tuvo la palabra en otros tiempos políticos. Disculpen, palabra no es la palabra: Discurso. Los de su época todavía politicaban con la romántica idea de que una perorata bien elaborada y una exposición hábilmente articulada podían seducir (engañar) al pueblo y arrancarle el voto. Que le pregunten a Felipe si no le funcionó. Fue ayer, sí, pero son ya políticos de otra era. Los tiempos cambiaron en el momento en que dejaron de respetar el intelecto. El discurso apuntaba directo a la razón. Los mantras sólo pretenden jugar con nuestra voluntad. La crisis se acabó. La culpa fue del otro. No somos más que amebas. Esclavos de la hipnosis recurrente del twit. Beba Cocacola.
- Nos hablan como si fuéramos gilipollas- Dijo mi tío mientras Cospedal escupía sus pueriles consignas desde el televisor. Eso fue pocos días antes de que nos dejara. ÿl ya sabía que el eslogan había ajusticiado a la oratoria y por eso se fue sin demasiada pena. Sin abrir la boca siquiera.
El seguimiento del Debate del Estado de la Nación de la pasada semana tocó suelos históricos. Una desgracia que no parece haber afectado demasiado a sus protagonistas. Prisioneros en su galaxia de asesores de marketing electoral, se empeñan en darnos a entender con su falta de discurso que les importa un rábano haberse convertido en púgiles de barrios marginales. Clowns para minorías. Divas del cine de Clase B. Perfectamente inconscientes de que como no se anden con ojo, y para desgracia de todos nosotros, un mal día desde Hamelín llegará a España un encantador con la gaita prestada de algún soplamismas como Le Pen o Berlusconi y con tres verbos mal conjugados se nos llevará de calle.
Acaso esperaban que alguien les prestara atención. Estoy por jugarme la paga extra que no tendré este año, a que cualquiera de ustedes, antes de tragarse las insustanciales bravatas televisivas de estos impresentables que hemos entronado para que nos traten como a idiotas, hubiesen preferido mil veces darse de bruces con mi difunto tío para dejarse explicar de manera breve y concisa (se lo juro por éstas) la solución al nudo gordiano de -qué sé yo- la cuestión catalana. Por poner un ejemplo.
Avisen en casa. Llegarán tarde a cenar.