Manuel Pérez Lourido
El chupetero
Salgo del trabajo y enfilo la ruta hacia casa cuando un cartel llama mi atención. Leo en él una palabra insólita: "chupetero". El cartel tiene un dibujo y un texto en el que se anuncia la pérdida de un chupetero con su chupete y asegura que se gratificará a quien lo halle (y lo devuelva a su dueño).
"Chupetero" es una palabra que merece al menos quince metros más de reflexión y, mientras los recorro, la repito mentalmente como si tuviese un poder especial y quisiera invocarlo. Luego me imagino las noches llenas de alaridos con las que el tierno infante desposeído de su chupete obsequia a sus progenitores, trabajadores a turnos (tengo una imaginación muy cruel) que acaban acudiendo a los fármacos para aliviar su estrés y son incluso tentados por la idea de suministrárselos también a la criatura. Después me centro en la sucinta, lacónica, pero sugestiva frase final: "Se gratificará". Tras esa promesa hay mucho orfidal, me digo. Mucha legaña y, sobre todo, incontables berrinches. Y luego me imagino a alguien haciendo entrega del ansiado chupetero y, a la vista de aquellos zombis agradecidos, negándose a recibir recompensa alguna porque en realidad no tiene mérito encontrar un chupetero, guardarlo en casa un par de días como si fuese un fetiche y luego rendirse a los rasguños en la conciencia producidos por un simple cartel que dice tan poco pero explica tanto. Porque así fue como la muchacha (en mi imaginación al menos) que halló el chupetero y lo colgó de la pared de su cuarto debajo de un poster viejo de Coldplay, sin otra pretensión de ofrecer asilo en su vida a un objeto tan tierno, renunció a lo que tal vez podría caer en la categoría de hurto y/o receptación. Aunque de esto ella no sabía nada pues nada sabía de Derecho, ya que era estudiante de Ingenería Industrial en Vigo y bastante tenía ella con intentar no dejar demasiadas asignaturas descolgadas del transcurso de los cursos.
Todo lo cual no puede explicar el arrebolamiento de la madre de la futura ingeniera (o tal vez sí) cuando contempló el chupetero en la pared de la habitación de su hija, que solía someter a una inspección subrepticia de vez en cuando en busca de sabe Dios qué indicios. Ni que lo hubiese descolgado para luego colgarlo, esta vez de su blusa, entre suspiros. Le recordaba a un chupetero que había comprado para su hija más de dos décadas atrás. Aunque este era azul y mostraba una figura de osito y el otro había sido rosa y tenía una cigüeña. La madre era una mujer sencilla y un tanto simple, por ello no se preguntó qué rayos hacía un chupetero en la habitación de una futura ingeniera, entre Chris Matin y sus secuaces y un lámina de "La libertad guiando al pueblo".
Menudos dramas ocultos tras un objeto que tiene como fin ayudar a los bebés a satisfacer el instinto de succión y a calmarlos, que no es poca cosa.