Manuel Pérez Lourido
O mellor é ter salud
Un tipo muy dicharachero y optimista, combinación harto frecuente, solía comentar cada vez que no encontraba otra cosa que decir: "o mellor é ter salud".
En efecto, la salud es un bien muy preciado. Si hemos tenido fortuna con nuestro patrimonio genético, debemos además de protegerlo cuidándonos mínimamente. Ello no implica que debamos abandonarnos a todos los vicios si los antecedentes familiares son funestos. Preocuparnos por nuestra salud es algo que el paso del tiempo convierte en imprescindible, de modo que aquello que apenas nos condiciona a edades tempranas se vuelve prioritario a cierta altura de la vida: qué comemos, qué bebemos, cuánto ejercicio hacemos. Descubrimos también una verdad que se nos manifiesta en carne y hueso (los nuestros) y es que todo exceso de juventud pasa factura cuando esta se disipa.
La edad madura es puñetera porque es un punto de inflexión entre el país de Jauja y el de Nunca Jamás. Los miedos se ponen en pie y nos contemplan fijamente antes de sacarnos de paseo. Todo tipo de temores aparecen por todas partes, como si hubiésemos estado ciegos todos esos años atrás o algo así. Claro que en algunas ocasiones se trata de falsas alarmas o, simplemente, no es tan fiero el león como lo pintan. Voy a ponerles un ejemplo.
La pasada semana noté una especie de picor a la altura del hombro izquierdo, cerca de la nuca. Un espejo me mostró, a duras penas debido al lugar dónde estaba, que un antiguo y pequeño lunar se había transformado en una mancha oscura de bordes irregulares. Recordé todo lo que había leído sobre la transformación de esos abscesos en la piel y me rendí a la evidencia. Ya estaba aquí el cáncer de piel. Recuerdo que lo admití con resignación y me dije que si me hubiesen pillado con un máster falso por lo menos no me hubiese empecinado en negarlo. Lo que hice fue lavarme la zona, aplicarme betadine y ponerme una tirita. Estaba listo para emprender el camino hacia el final, para caminar hacia la luz y para cortarme las uñas, que es lo que había ido a hacer al baño.
Al día siguiente retiré la tirita y en lugar del tumor lo que observé fue una especie de espinilla con la cabeza necrosada sin duda por la acción del antiséptico. Los días pasaron y el tamaño de la marca se redujo. Mis planes para cambiar radicalmente de vida y abandonar este mundo de una forma más brillante también perdieron fuelle. Finalmente asumí que me había curado un cáncer de piel con un poco de betadine y una tirita. No es que me jacte de ello. En otras ocasiones ya había conseguido librarme de graves afecciones por métodos sencillos. Superé una cirrosis hepática, por ejemplo, bebiendo tónica tres fines de semana seguidos. También remonté una pulmonía con cuatro caramelos de eucalipto e incluso una rotura de fibras con un simple automasaje. A poco que me cuide voy a durar cientos de años.