Kabalcanty
Diario de una extraviada clase media
Suena el despertador. Otro día. María para el timbre tras varios intentos. Se levanta y se queja de la espalda mientras se viste. ¿Cuántos años tiene este colchón?, dice sin esperar una respuesta. Demasiados, digo acostumbrado a decir. María va a trabajar. Yo no trabajo desde el tiempo en que el colchón era flexible y confortable. Mucho. María se pone las gafas, coge el móvil de la mesilla y consulta el whatsapp. Qué mal veo, leches.
La graduación de las gafas es como el colchón y mi trabajo. La escucho cacharrear en la cocina, antes habrá despertado a nuestros dos hijos. Uno de nuestros hijos trabaja en un empleo de mierda, similar al de ella, pero son el único ingreso de la familia; el otro hijo está en casa, como yo, habitándola como si fuera nuestra segunda piel. María se va a trabajar con el hijo. Me llama. Me besa en la mejilla con cansancio. Se van. Me levanto. Me duelen la espalda y las piernas. Voy al aseo. Mi otro hijo desayuna despacio, enganchado a los auriculares. Desayuno. Barro. Friego. Limpio el polvo. Mi hijo se va a correr. Corre como para huir, deprisa, sudoroso, con unas zapatillas viejas, gastadas.
Pongo la radio y me aburre. Palabras que son malas noticias porque ahora siempre las noticias importantes son malas. Me aseo. Me miro temeroso al espejo. Me veo. Sopeso. Lo dejo. Me pongo los vaqueros, la camisa, la cazadora. Voy al supermercado. Cojo la lista. Compruebo mi cartera. Sonrío de medio lado. En la calle hace sol primaveral pero un viento frío invernal. Camino. Me duele el callo porque ya no puedo ir al callista. Me aguanto. En el supermercado visito las marcas blancas, el sustento de los pobres, la ilusión consumista por comprar. 5 euros. Pan, leche y tres latas de guisantes. Cuatro con sesenta y tres. Le doy veinte céntimos al pobre de rigor a la puerta de supermercado. Me sonríe. No puedo sonreírle.
Me decido a dar un pequeño paseo antes de regresar a casa. Tengo que andar. He perdido tanta forma física desde que estoy desempleado que me duelen las piernas apenas camino diez minutos. No me importa que me duelan las piernas, no me importa que el sol invite a pasear, me importa una mierda estar desempleado. Trago saliva mientras un semáforo se lo piensa en rojo. Me dejo llevar. No camino, siempre es cuesta abajo. Vuelvo a casa. En el buzón una factura. ¿Hoy? No la esperaba. Siento el sudor frío mientras escalo los peldaños a mi casa. Ya volvió mi hijo de correr. Juega a la Play evadido del mundo. Abro la factura. Se me acelera el corazón. Endesa me reclama noventa euros por un bailoteo de números que resulta una ecuación negativa. Noventa euros a pagar. Compruebo facturas antiguas. Todo en regla. No puede ser. Llamo desde mi móvil a atención al cliente de Endesa. Diez minutos hasta que amanece el operador. Sí, señor, claro. Pero no. Es un error de la empresa comercializadora de gas con la compañía. Sí, señor, por supuesto. Pero no. El operario habla con cansancio. Puede que sea peruano. Si restamos la lectura estimada con la real da un montante de noventa euros con cincuenta y nueve a pagar, señor. Ya pagué y mis lecturas eran correctas, lo comprobasteis. En facturación no consta, señor. Debe usted noventa con cincuenta y nueve, señor. Endesa puede cortarle el suministro si no paga, señor. ¿Lo sabe, señor? Gracias. Que tenga un buen día, señor. Cuelgo y cierro los ojos. Me gustaría ser un imprudente, sacar la cabeza al patio de vecinos y gritar blasfemias y maldiciones. Pero trago inquina. Me pongo el chándal. Voy a la cocina y enciendo la cocina de gas. ¡La madre que parió al gas y a las comercializadoras! Corto la pechuga de pollo en trocitos. Los frío. Los echo en la fuente y los revuelvo con las tres latas de guisantes. Abulta, sí. Pongo la lavadora. Espero leyendo los Cuentos completos de Truman Capote que saqué de la Biblioteca Pública. Estaría leyendo con una buena cerveza y un pitillo pero no tengo dinero. A los pobres cada vez nos quedan menos cosas. Tiendo la ropa. Sigo leyendo. Llega María primero y un poco después mi hijo. Trabajan y llegan serios y fatigados. Mi hijo protesta porque el jefe no le ha pagado hoy. Las cosas andan mal, chaval, le ha dicho sin contrastar cuantas clases de males hay. Dice que nos pagará la semana que viene. No vende, dice. Comemos. Guisantes y algo de pollo. María y yo los platos menos llenos, los jóvenes algo más.
Vemos después un poco la televisión sin mirarla. Le cuento lo del gas a María. Mamones, dice. Apaga la calefacción y trae la manta del armario, dice cabreada. Está en el cajón más alto. Nos tapamos. La televisión cuenta cosas que ya sabemos. Dice cosas pesimistas o anuncios para una vida feliz. Creo que me he dormido de aburrimiento. María también. Vuelve a la cocina. Para mañana os apetece un guiso de arroz. Claro, digo. Mis hijos se van. Estudian, por las tardes, unos cursos gratuitos de formación del Servicio Público de Empleo Estatal. El que trabaja estudió Filosofía y el otro Economía y finanzas. Hacen estos cursos porque les prometieron mejores empleos o simplemente empleos. Pero no lo creen. Yo les digo que sí y María que claro que sí. Futuro.
María hace la comida para mañana. En la cocina, recogido su cabello en una coleta para no enturbiarlo de grasa. Está cansada pero lo disimula muy bien, incluso perfectamente. Yo arreglo la persiana vetusta con alambre y unos clavos de zapatero. El sol se achica y escala la fachada del edificio de enfrente al nuestro. Volverá la noche, digo y recojo los cachivaches cantando una canción que no recuerdo de quién era. María se sienta a ver su serie favorita. Es mi hora, dice y se deja caer en el sillón. Se hunde entre los cojines sobados. Se clavará la madera del bastidor, pienso. Y me da tristeza verla de perfil viendo sus personajes en la pantalla del televisor. No quiero pensar. Me voy hasta la Play y juego partidas con la pinball virtual. Soy malo jugando.
Casi peor que malo. Pero juego, sobre todo, a que pase el tiempo. El tiempo en contra. Pensar. María se asoma y me sonríe. La cena, jugón pésimo, me dice anudada en la bata que heredó de su madre. Sí, la cena. La noche. Me levanto y miro el patio oscuro alumbrado por la única farola luciente. Se fue el día. Bajo la persiana y se vuelve a romper la lama que arreglé por la tarde. No digo nada. Cierro la ventana. Cenamos comentando algo sobre su trabajo, sobre los vecinos, sobre la primavera que se empeña en retrasarse. Pienso en dormir y me entra sueño. Escuchamos la televisión sin verla en realidad. Yo vuelvo a pensar en dormir. Me levanto y me tomo una partilla de Tryptizol para asegurarme. María ya duerme en el sofá reposada la cabeza en el brazo descascarillado del mueble. La llamo. Se levanta bostezando. Pone el despertador. Nos acostamos. Por fin, nos dormimos.