Kabalcanty
No era Liam Neeson, pero sí James Caan
Tuvo tres relaciones amorosas dignas de mención sin que las separaciones le calmaran el desasosiego. Se solía hacer una pregunta, pasados los bríos iniciales, y la respuesta se ensanchaba por extensiones de rutina que nunca podía doblegar. Amaba como si de un torrente se tratara, con el ardor y la entrega que necesitaba para olvidar la anterior y fracasada relación amorosa. Confiaba que la nueva pareja rompería el maléfico para prolongar ese sentimiento en el tiempo con el mismo arrebato que cuando comenzaba. Él, que siempre fue devoto defensor del amor eterno, se revolvía impotente ante su triplicado revés y, sin embargo, resurgía incondicional para probar de nuevo.
Nunca quiso hijos por si la relación terminaba no funcionando y la manutención de los vástagos le quitaba del todo las ganas de seguir buscando el amor imperecedero. "Sólo el amor inmortal debe concebir hijos, querida; esperemos que el tiempo nos conceda su autenticidad", decía a su pareja de turno antes de ponerse el preservativo.
Ramiro Númbula era un hombre que pasaba los cincuenta años pero que se conservaba tan espléndido como uno de cuarenta. No le faltaba labia y animosidad para moverse como pez en el agua allá por dónde la sociedad pone en el escaparate los flirteos en primera instancia. Bien parecido y acicalado a la moda, solía dejarse caer por los salones de baile en dónde él, merced a las clases que recibió años atrás por un maestro argentino, era autoridad con dos o tres veces que repitiera local.
Tenía un negocio fructífero en una tienda de bolsos en propiedad, Ramiro viajaba a un pueblecillo de China y adquiría un ingente contenedor de bolsos de polipiel que vendía en su tienda de la capital de España como piezas de piel vacuna a precios de ocasión. Era el mismo material que vendían los manteros en sus puestos portátiles, pero "pagando mis impuestos y sin precios desleales", como el mismo Ramiro decía.
Le gustaba la caza y la pesca y era un admirable bebedor de cognac Remy Martin ingiriendo un número elevado de copas sin que se le nublara la vista ni el seso ni le escociera el bolsillo.
Teresa conoció a Ramiro en "La Babia", un local de música de los sesenta-setenta que se destacaba por la selección de la parroquia. Caballeros adinerados, viudos, divorciados o aventureros, se mezclaban con mujeres de similar índole. El ambiente era refinado, inalterable, previsible para cualquier espectador que no fuera del elenco, se bebía con fruición pero con clase y los besos eran siempre amorosos, claro, y nunca ansiosos. Un local que se puso en boga porque un famoso extorero se ennovió y acabó casándose con Nuria Valdelatorre, conocida diseñadora de bisutería fina y periodista ocasional de la prensa rosa además de relaciones públicas de "La Babia".
Ramiro se acercó a Teresa cuando la divisó en una de las mesas alrededor de la pista de baile. Charlaba animosamente con Víctor, el camarero que le sirvió una copa de líquido rojizo en vaso alargado con abundante hielo. Era el tercer día que se veían desde que se encontraron a la salida del local en una madrugada lluviosa en la que él, caballeroso y deslumbrado por la belleza madura de una mujer de unos cuarenta años, le cedió su paraguas para llegar a la parada de taxis.
— Estás radiante con ese vestido de lentejuelas -dijo Ramiro, dándole un beso en la mejilla premeditadamente prolongado.
Su relación se basaba en tres tarde-noches en "La Babia" charlando, bebiendo y bailando boleros de Luis Miguel.
— Anda, zalamero; mira, si me está demasiado apretado en la cintura, ¿no ves?
Le incomodó que Teresa le llamara "zalamero", no era palabra de enamorada porque él no era, bajo ningún concepto, un adulador.
Para Ramiro Númbula ella, como le ocurrió en un principio con las otras tres relaciones anteriores, estaba llena de esa pureza que se le debe suponer al amor, estaría entregada ya a ese sentimiento y sólo el protocolo ineludible que precede al amor auténtico refrenaba la explosión de la pasión sin límites. Era extremadamente bella y se adivinaba su inteligencia femenina por esos ojos chispeantes en los que Ramiro se veía reflejado navegando por un mar en calma de felicidad perpetua.
— Lo mismo que de costumbre, Víctor.
Le dijo Ramiro al camarero antes que llegara a la mesa.
— ¿A que no sabes a quién me recuerda Víctor? -le dijo Teresa, moviéndose inquieta en el asiento de skay.
Él calló indiferente.
— A Liam Neeson. ¿A qué sí?
Ni sabía quién era ese buen señor ni le parecía oportuno que ella reparara en ese parecido; tenía delante a James Caan, como tantas y tantas veces se lo dijeron muchas mujeres a lo largo de su vida y como se lo confirmaba el espejo de su cuarto de baño todas las mañanas.
— Sí, hombre, el de Los miserables, el de La lista de Schindler. -insistió ella, buscando la aprobación.
¿Alguien podía estar enamorado verdaderamente teniendo ojos para el de enfrente? Ramiro iba pensando que nones. Tuvo una especie de retortijón que le dejó unos instantes frío e hizo protestar a su estómago que se amparó en la notas de "Yo no soy esa" de Mary Trini que envolvía el selecto ambiente de "La Babia".
Con el segundo copazo de Remy Martin, Ramiro sopesó el cuerpo rotundo de Teresa y olvidó. Amar podía confundir en un principio como era tan evidente llamándole "zalamero" u obviando su fisonomía Caan. Se dijo, paladeando su cognac mientras charlaban sobre la lluviosa y fría primavera en la que estaban, que la juventud de Teresa menospreciaba la trascendencia del sentimiento. Observaba el canalillo del escote, sus muslos contundentes espaciando las lentejuelas, sus labios rojos rutilando las palabras, y soñaba ser ascua de un amor incombustible.
Pero se besaron.
Fue un beso corto, sin verdadero entusiasmo, como se dijo después Ramiro, pero con el tiempo suficiente para que encontrara un puente metálico anclado sobre los incisivos de ella. Su lengua sintió la frialdad como un aldabonazo en el núcleo del sentimiento puro de él. "Nunca la materialidad puede convivir con la delicadeza del sentimiento inmaculado", pensó Ramiro cuando, alegando una repentina indisposición, salía por la puerta de "La Babia" para dirigirse a la parada de taxis en dirección a "Años dorados", otro local del mismo pelaje.
— ¿Se fue don Ramiro? -preguntó Víctor, cuando Teresa le solicitó otra copa agitando alegre su mano.
— Que le den a ese don Juan de cartón -dijo ella, sintiendo la pastosidad en la lengua que provoca el alcohol- Por cierto, Víctor, ¿nunca te han dicho que te pareces de la leche a Liam Neeson?