Luis López Rodríguez
Interludio
Cruzar el puente de Rande era como atravesar ese territorio perdido que une (o separa) la edad adulta con (de) la adolescencia. Así, podía entender el puente como paréntesis temporal, un lugar sin acción donde todo es decorado o paisaje, pura fotografía. Una fotografía idéntica a la que guardaba en su memoria desde que, años atrás, emprendiera el mismo camino en sentido inverso. Sí, tal vez alguna cosa hubiera cambiado, puede que algún túnel o carretera, o una grúa más alta o un edificio más moderno, pero, en esencia, todo era lo mismo; el mismo mar con sus bateas, los mismos montes y las mismas islas, la misma ciudad ascendiendo y descendiendo laderas desde el mar, la misma sensación de pertenencia a aquella tierra y a aquel aire que, ahora le sorprendía, los años y kilómetros de distancia no habían conseguido sepultar. Cruzar el puente, por tanto, equivalía a volver, no sólo a un lugar concreto, sino también a una parte irrenunciable de sí mismo.
Una explosión de recuerdos y sensaciones de otro tiempo. Habían sido los años convulsos, locos, desmesurados de esa persona que alguna vez fuera y que regresaban, al paso por el puente, como si hubieran permanecido en suspensión con la feroz parsimonia de un hongo nuclear. Quizás todo cuanto había merecido la pena estaba allí, en aquel tiempo perdido e irrecuperable, y todo cuanto vino después no fuera más que un apéndice prescindible a esa vida verdadera. Y es que, no podía negarlo, algo -¿el espíritu crítico? ¿El entusiasmo? ¿La sangre?- se le había secado desde el día en que la menos apetecible de las opciones dejó de ser la peor para acabar convirtiéndose en la única posible. Había tenido que huir, abandonar aquel lugar y aquel tiempo para ya nunca ser el mismo. En comparación con aquel que fuera, veía su vida posterior como un páramo, un valle polvoriento por donde había vagado arrastrando los pies con un constante crepitar de guijarros como música de fondo. En eso consistía la resignación, la aceptación de su destino, algo que iba más allá de la morriña, de la saudade por separación del entorno propio. Era a sí mismo a quién había extrañado.
Recordaba con orgullo los veranos trabajando en esa ciudad dentro de la ciudad,- el pequeño caos regido por normas no escritas- que era la lonja de pescado. Allí había aprendido los beneficios y sacrificios del trabajo físico a base de jornadas extenuantes tras las que llegaba a casa atafagado por el olor de vísceras y cadáveres marinos y las escamas adheridas a su piel. Nunca un sueldo le pareció tan merecido e insuficiente como entonces. Un dinero, no obstante, que gastaba sin mala conciencia en sus noches de asueto, transitando entre lo desopilante y lo siniestro por los peores antros del Casco Vello, subiendo y bajando calles entre las viejas casas de pescadores hasta encontrar un último bar abierto. Una idea del ocio un tanto desesperada pero también la mejor para aquel joven efervescente y sin perspectivas de futuro. El desconsuelo, por mucho que lo escondiera bajo una sonrisa afable y un sentido del humor afilado, había sido una de sus señas de identidad. Así, durante la época escolar era habitual encontrarlo por los parques de O Castro o Montero Ríos asfixiando su angustia bajo una nube de hachís o ahogándola con litros de cerveza y kalimotxo. En la otra vida, la de la gente normal que paseaba por la Plaza de Compostela e iba de compras por las calles de El Príncipe, Urzaiz o Gran Vía, no le encontrarían. El centro de la ciudad, salvo aquellos rincones o durante aquellas horas en las que el tránsito urbano era más escaso, no era para él. Su carácter congeniaba mejor con el desordenado y combativo barrio de Teis, uno de los núcleos más activos en las reivindicaciones de la clase obrera y cuna de algún que otro grupo paramilitar. Se reconocía en la vorágine de sus calles, en la feliz locura de sus vecinos más ilustres, en la decadencia de bares y comercios que parecían no haber sabido nunca lo que era estar a la moda, en el Monte de A Guía, esa atalaya desde la que podía divisar las aguerridas poblaciones vecinas de Chapela y O Morrazo y quizás el único rincón de la ciudad donde su mente hallaba solaz; se reconocía, por supuesto, en esa sensación constante de que algo está a punto de estallar pero finalmente no lo hace, o no con la intensidad esperada. También él, con esa confianza que otorga la bisoñez o la ignorancia, creyó que las cosas no llegarían a estallarle, pero la realidad no tardaría en imponerse, acabando con él, no dejando del pasado más que un rencor vivo, sosteniéndolo y acompañándolo como una maldición atávica.
Desde el puente podía divisarlo todo, lo que era y lo que había sido y, puede que no tan claro, pero sí lo bastante si afinaba un poco su intuición, lo que sería. Volvía, no para ser aquel que había sido, sino para dejar de ser quien era, para dar un paso definitivo hacia la madurez, para cargar con las consecuencias y asumir las responsabilidades contraídas en el pasado, para recuperar ese espacio que el destino le había sustraído y ya nunca más abandonarlo; volvía para quedarse, para ser otro.
De nuevo el puente se abría como paréntesis temporal, como ese momento que precedía cambios trascendentales en su vida, ese momento antes de que sucediera lo que nunca debería suceder pero que era consecuencia inevitable de lo que había sucedido, ese momento antes de acabar todo lo que nunca hubo de haber empezado. El puente como señal y paradigma del camino de ida.
Una bandada de gaviotas volaba en formación hacia las Islas Cíes. Justo detrás, el sol despuntaba sus últimos rayos desplegando en el horizonte una gama de colores crepusculares que empapaban las nubes que el viento del Norte vencía a su paso. Las luces cada vez más numerosas de las poblaciones a ambos lados de la ría comenzaban a titilar tímidamente sobre el mar como preludio a la inminente llegada de la noche. Allí estaba, tal y como lo guardara en su memoria. Era tan hermoso.