Kabalcanty
La celeridad a solas
Todo había ido demasiado rápido, pensó sin querer como esa idea machacona que te persigue y que espera tu momento de flaqueza para recordarte que sigue ahí. Pensó, mientras sostenía su vaso de Coca-Cola alrededor de tanta gente que hablaba y hablaba, que parecían conocerse todos, tan alegres y desinhibidos.
Rubén estudió en un instituto multiétnico de barrio, se acostumbró a convivir en las aulas con ecuatorianos, rumanos, colombianos, ucranianos, polacos, dominicanos, marroquíes, guineanos y portugueses. Jugaba al fútbol, aunque mal debido a su sobrepeso, con el equipo que nadie quería jugar porque siempre perdía, sin embargo a Rubén no le importaba y sonreía al perder por doce a cero mientras sus compañeros de equipo, que solían ser de menor edad que la suya, se retiraban cabizbajos o negando en un movimiento de cabeza continuado. "Creo que lo que te pasa a ti es que eres tonto del culo", le dijo una vez un chaval de primaria que vivía en Usera.
Las materias de los estudios se le daban regular e iba pasando los cursos con la suficiencia de un cinco pelado y el esfuerzo del trabajo silente del que, sin saberse inteligente, brega por estar entre ellos. Pero en el bachiller se atascó. Dijeron que tuvo algo así como un amor fugaz con una chica rara (rara en el sentido de que era extremadamente retraída y apenas se la veía hablar con nadie) y fue tan breve como doloroso para él. No acabó de entender que algo que pintaba tan hermoso durara apenas quince días. Se lo quiso explicar a su grupo de amigos de bachillerato, en concreto a su amigo ecuatoriano Estiben, y este le dijo: "Lo que pasa es que tú eres muy lila y se te notaba cantidad que estabas colao por ella". Rubén quiso explicarse pero Estiben comenzó a salir con una parienta suya de Bunche y dejó de escuchar sus lamentos. Desde entonces nada fue igual.
El bachiller se le atragantó y sólo a fuerza de años sacó la titulación. El aula se le hizo demasiado grande y él se achicó viendo cómo le pasaban generaciones, hermanos de sus antiguos compañeros. Fue encerrándose en casa sin querer como quien no tiene otro remedio que correr hacia atrás en una competición que no le concede candidatura. Desganado y sin confianza se presentó a la selectividad y suspendió, lo cual se le antojó una excusa para mirar la vida desde la ventana o desde el monitor de su pc. Engordó aún más y comenzó a temer salir a la calle. Primero fue porque era invierno y hacía mucho frío y más tarde por el calor del verano. Su madre trabajaba unas doce horas al día y apenas le veía un rato por las noches. "Deberías buscarte un empleo para el día de mañana. La vida es más corta de lo que pensamos y yo no voy a durar siempre", le decía cansada, moviendo las ojeras color berenjena al mover los labios. Su padre estaba desempleado desde hacía mucho tiempo y sólo meneaba la cabeza cuando se juntaban para comer en la cocina musitando una letanía que se perdía en el mutismo y el olor a grasa retestinada.
Fue conociendo gente por las redes sociales, encerrado horas y horas en su habitación que cada vez se parecía más a la vida. Escudriñaba el monitor para contabilizar el número de "amigos" virtuales y sentía un alborozo que compartía con la pared ocre de su cuarto que fue blanca otrora. Cierta semana una gripe persistente le dejó en cama varios días. Entre la tiritera febril pensaba en cómo le echarían de menos sus "amigos" virtuales e incluso hasta qué punto estarían preocupados. Meditaba entre el sopor de los antibióticos y el deleite de sentirse importante para otros más allá de aquel cuarto. Pero no fue así. Cuando volvió a comandar su puerta al mundo se encontró con que nadie le había echado en falta y que todo discurría con la misma rutina. Nadie le preguntó por su ausencia cuando volvió a chatear, nadie reparó en tantos largos días sin su presencia. "Sólo a los solitarios empedernidos les seduce la coartada de las redes sociales", se dijo apagando el monitor y susurrando a la negrura digital.
Se dedicó a leer y en ello encontró una compañía hueca que le hacía encaminarse asiduamente a la biblioteca pública y cambiar de libro como si fuera un amigo diferente y fiel ocasionalmente.
En esas estaba Rubén cuando recibió la llamada de Estiben después de varios años. Rubén estalló de alegría cuando reconoció la voz aflautada de su antiguo compañero de instituto.
— Me caso, güevón, con la chaba de Buche, ¿recuerdas? -le dijo el ecuatoriano.
Claro que la recordaba. Sí. Rubén se interesó por la vida de su compañero, por su decisión de contraer matrimonio con esa chica flacucha de cara de acelga.
— Te llamo para que te vengas al casorio; -dijo Estiben- vamos a dar una fiesta de armarla, gordo.
Por supuesto que iría encantado, le contestó Rubén.
— ¿Vendrás tan solito como quedaste allá? -preguntó Estiben.
Sí, contestó Rubén después de tragar saliva.
Y es que siempre, cuando algo se hace endémico, da pudor reconocerlo otra vez.
Por eso se preguntaba ese día que todo había ido demasiado rápido, mirando a Estiben y a Martha Cecilia desenvolverse risueños entre todos los invitados, observando el mismo pelo duro de erizo de él y la amarillez nocturna en la cara de ella. "Es como si hubiera dormido un día entero y todos estuviésemos iguales a diferencia de esa caries traviesa, esa arruga más marcada al sonreír o esa entonación suficiente con que se habla", pensaba Rubén, aparcado en una esquina de la mesa de bebidas, paralelo al cortinaje color hueso, sosteniendo su vaso de refresco esbozando una sonrisa absorta.
— ¡Hombre, fanegas, que haces ahí intimando con las cortinas!
Era Jakub, el polaco, otro compañero de instituto que seguía con su actitud de matasiete para ocultar el complejo de su extrema delgadez y su nariz aguileña festoneada de granitos sanguinolentos.
Rubén asintió sin prestarle atención.
Luego dejó su vaso de Coca-Cola sobre la mesa de bebidas y se acercó a la multitud que rodeaba a los recién casados con la expectación de un viajante recién llegado.